Reformar la Constitución, ¿para acatarla?

El día de la Constitución ha coincidido con el batacazo del referéndum en Italia. Un asunto para meditar sobre los consensos y las garantías antes de convocar una consulta popular vinculante. Desde hace unos años se ha puesto de moda en España la demonización de la transición y de la Constitución de 1978. La única en nuestra historia que ha sido estable y que ha permitido un desarrollo sostenido de nuestro país. Y, sobre todo, su modernización.

Muchos de quienes no vivieron ese proceso no alcanzan a valorar los beneficios que trajo. En el orden institucional, con estabilidad; y en el orden político, económico y social, con un desarrollo y modernización de nuestro país en un tiempo record.

La moda en ciertos sectores supuestamente progresistas es considerar ese proceso histórico como un acto de cesión de la democracia para apaciguar a los poderes fácticos. Una rendición.

Lo que se hizo en este país, con la doble amenaza, como una pinza, de intentonas militares y ETA, es una obra de una magnitud inconmensurable. Se democratizaron las fuerzas armadas, desapareció la amenaza golpista y poco a poco se fue venciendo la batalla contra el terrorismo hasta conseguir el final de la actividad terrorista de ETA.

Al mismo tiempo, con el proceso de ingreso en la Unión Europea, se recuperó la presencia de España en el escenario internacional. Se produjo la gran revolución de universalizar la seguridad social y la educación. Todo esto sin que hayan transcurrido cuarenta años.

¿Hace falta entonces reformar la Constitución?

Por su puesto que se puede perfeccionar. Pero los cimientos de la carta magna, la garantía del estado de derecho y las libertades de los ciudadanos, están perfectamente consagrados.

En el orden autonómico, la Constitución consagra sin duda el estado federal más profundo del mundo, con la mayor descentralización política y administrativa a la que puede llegar una nación constituida en Estado.

El mayor conflicto político existente en España es la sedición antidemocrática de algunas fuerzas catalanas y gran parte de esa sociedad que desafía la Constitución incumpliendo las leyes, con la pretensión de celebrar una consulta –que llaman «derecho a decidir»– que es una vulneración de los preceptos constitucionales en los que no puede encontrar acomodo.

Hay otra fuerza, Podemos, que sin manifestar claramente cuáles son sus intenciones, tampoco está conforme con la regla magna, sin que hayamos conocido cuál sería su modelo constitucional.

La pregunta obligada es, ¿merece la pena cambiar la Constitución para satisfacer a quienes no acatarían la resultante más que en el caso de que les concediera el derecho a la independencia?

La Constitución de 1978 es la resultante del consenso y acuerdo entre todas las fuerzas democráticas, ratificada en un referéndum que votó sí en toda España.

Para cambiar o reformar la Constitución hace falta reeditar un consenso como el que obtuvo la norma de 1978. Con un parlamento muy dividido en aspectos fundamentales de nuestra definición institucional, hoy no parece fácil llegar a un acuerdo unificador para proceder a esa reforma.

Es un asunto capital. Todas las democracias modernas tienen mucho cuidado al introducir cambios constitucionales; en la consciencia de la estabilidad legislativa que necesita un país para progresar.

Lo ocurrido en Italia refuerza la convicción de que cualquier reforma esencial de la Constitución tiene que partir de un debate sosegado entre todos los partidos para presentar a la ciudadanía un acuerdo estable que garantice su aprobación. Y eso, necesariamente, requiere tiempo y normalidad institucional.