Recuerdo y premonición: Saigón, 1975; Kabul, 2021

Ante la caída de Kabul, convendría recordar los efectos de la guerra de Vietnam a lo largo de las décadas subsiguientes a la caída de Saigón

En las últimas horas se multiplican en los medios y en las redes sociales las alusiones a la caída de Saigón en 1975. Las imágenes de la desesperada evacuación de funcionarios norteamericanos y sur vietnamitas de la asediada embajada estadounidense se repiten, esta vez en el aeropuerto de Kabul, con motivo de la fulminante caída de la capital afgana ante el embate talibán.  

Esas imágenes no fueron lo único que quedó grabado en la memoria de quienes las presenciamos en directo por televisión. El impacto emocional de aquellos acontecimientos fue profundo y duradero. Lo compruebo ahora, 46 años después. 

Mientras escribo estas impresiones, sigo en las cadenas internacionales la implosión del gobierno de Afganistán, la desbandada de su ejército, la huida de su presidente y la angustia –el pánico— de quienes quedan a merced de unos milicianos más crueles e inmisericordes que las tropas regulares norvietnamitas y los guerrilleros del Vietcong. 

Y me sorprende sentir sensaciones similares a las de aquel lejano 28 de abril: la de estar ante un acontecimiento histórico que marcaría mi generación; la certeza de que sus consecuencias serían profundas y el presagio de que se iban a sentir en todo el mundo con independencia de la distancia geográfica o del paso del tiempo. 

El aeropuerto de Afganistán, sumido en un caso. // EFE
El aeropuerto de Afganistán, sumido en un caso. // EFE

Ante la caída de Kabul, convendría recordar los efectos de la guerra de Vietnam a lo largo de las décadas subsiguientes a la caída de Saigón. 

A partir de ese momento se consolidó el descreimiento de toda una generación respecto de las verdades oficiales, de las “guerras necesarias” y de la noción de que a uno de los bandos –el nuestro, generalmente— le ampara la razón, la justicia y el deber de defender la libertad. Vietnam impulsó el cinismo histórico, la sospecha de que el poder siempre miente, sea en Washington o en Madrid (tardamos algo más en descubrir que en Moscú y Beijing se mentía tanto o más) y de que todo es relativo.  

Entre la caída de Saigón y la de Kabul ha pasado medio siglo plagado de acontecimientos históricos: tres guerras en el Golfo Pérsico, la implosión de la Unión Soviética, el 11-S y el 4-M, el paroxismo del islam más radical y su efecto sobre las sociedades occidentales que lo experimentan: miedo, xenofobia, hipervigilancia, blindaje de los sitios en que vivimos y trabajamos.  

El fracaso del ‘Nation Building’

Costará discernir con sinceridad todas las lecciones que nos deja la aventura en Afganistán. Pero sí se reconocen los mayores errores que han llevado a un fracaso geopolítico colosal y a un coste en sufrimiento humano que se seguirá pagando durante largo tiempo.  

La “guerra contra el terror” desatada tras el ataque a las Torres Gemelas se parece demasiado la “contención del comunismo” que justificó la guerra en Indochina. Una y la otra se basaron en la premisa de que el poderío militar e ingentes cantidades de dinero lograrían el resultado deseado. El problema era a quién se defendía: el corrupto régimen sur vietnamita y el no menos venal –aunque infinitamente más complejo— sistema de poder en Afganistán.  

Uno se pregunta qué futuro les espera a los afganos, particularmente a sus mujeres y a sus niñas

Los gobiernos occidentales, particularmente las últimas cuatro administraciones estadounidenses, no es que hayan mentido a la ciudadanía; es que se mintieron a si mismos. El concepto de nation building (construcción nacional) funcionó al final de la II Guerra Mundial (Japón y Alemania son sus resultados más notables); comenzó a fallar tras la desaparición de la URSS y se transformó en pura fantasía con las intervenciones en Irak y Afganistán. 

Uno se pregunta qué futuro les espera a los afganos, particularmente a sus mujeres y a sus niñas. Los precedentes (los cinco años de poder talibán entre 1996 y 2001) son escalofriantes. Esta vez, Occidente debería asumir las consecuencias de su fracaso. Y pagar la penitencia: ayudar de manera efectiva a la oleada de refugiados que ya comienza a formarse y presionar a los nuevos dueños del país para que se abstengan de las acciones más aberrantes que realizaron en el pasado. 

Mientras miro la televisión, recuerdo Vietnam y dudo que eso sea lo que vaya a ocurrir. El momento en que las cámaras dejen de rodar, preferiremos olvidar.  

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