Realismo y sentidiño «radical»

Seguimos los pasos de Tsipras como si fuera una rutilante estrella del deporte o un cantante de éxito en spotify. No nos lo hubiésemos imaginado hace apenas unos años. Pertenecemos a una entidad política y económica supranacional que se llama Unión Europea y, por tanto, nada de lo que en ella sucede nos es ajeno. Además, como griegos y españoles formamos parte del grupo europeo integrado en la moneda única, el interés es mucho mayor. Así es que prestamos particular atención las angustias de Grecia y hemos acabado por manejar con familiaridad el nombre del presidente heleno.

Lo cierto es que, barajando un importante paralelismo con el fenómeno de Podemos en España, la victoria de la formación que lidera Tsipras (Syriza) y su manejo en las primeras y críticas semanas al timón del país están siendo analizados al milímetro, en un permanente ejercicio de endoscopia política de alta precisión.

De alguna manera se le toma como referente de la forma de comportarse de una fuerza emergente de izquierdas una vez que llega al poder. El resultado a la vista está: se comporta como una fuerza de izquierdas que presiona, negocia, tensa, amaga, amenaza… pero al final opera dentro del sistema, asume con responsabilidad la dirección del país y esquiva decisiones drásticas, de esas muy aparatosas y simbólicas, pero que acaban por castigar a sus ciudadanos con males mayores que los que se combatían.

Tanto PP como PSOE tienen mucho interés en que, por semejanza, en España se perciba que los «radicalismos» (los emergentes, no esos de los que Rajoy acusa a los socialistas) no conducen a ninguna parte. Que una cosa es predicar y otra, muy distinta, dar trigo. Por eso, una vez que la troika y Grecia aproximan posiciones, el presidente español se apresura a declarar, con escasa diplomacia y menos respeto, que Tsipras «ha tenido que dar marcha atrás».

Es posible que no le falte parte de razón. Y ese es, precisamente el mayor handicap al que se enfrentan emergentes y mareas: el de haber planteado algunas propuestas imposibles, proyectos sin financiación, medidas sin competencias, recetas de autoconsumo o quijotadas bienintencionadas que pretendían ir más allá del postureo radical propio del momento.

Entra dentro de la lógica que los partidos oponentes pongan el dedo en la llaga y metan una cuña en el verdadero talón de Aquiles de mareas y asimilados, que no es otro que el de las expectativas excesivas y la consecuente frustración. El presidente griego ya comienza a saber qué se siente cuando no se alcanza lo que se promete y cómo reacciona no ya la oposición, sino un sector del propio conglomerado político al que se pertenece.

Ya sabe el alcalde de Cádiz que él no puede impedir los desahucios, aunque sí paliarlos. Ya sabe la alcaldesa de Madrid que eso de promover un banco público desde un ayuntamiento era un desideratum que demostraba escaso conocimiento del sistema político-económico-legal del país. Vender motos con cantos de sirena era propio de los otros. Quedamos en que los programas incumplidos y violados reiteradamente formaban parte de la vieja política. ¿O no?

Es inocuo, ocurrente y tal vez un poco tontorrón crear una concejalía de «bienestar animal», como en Compostela, pero para el resto de los negocios públicos, los serios, hará falta que los gestores/líderes de las mareas non se quemen ellos solos en las piras del activismo puramente nominal. Por eso el alcalde de A Coruña insiste en sus declaraciones públicas en reclamar sentidiño (¡¡lo que hacía el presidente Albor en los ídem de la autonomía!!) y para empezar pone al frente de su asesoría jurídica a una prestigiosa especialista en derecho administrativo.

Se ha de demostrar que se puede hacer otra política, con otras prioridades, con decencia. Pero las reglas del juego y el margen de maniobra (político, financiero y legal) vienen configurados de antemano. También los límites. Suele pasar en democracia.