Real Pedro Sánchez
Sánchez es nuestro Trump o, mejor dicho, es la parodia que se hace de Trump. Es un personaje narcisista, mentiroso y autoritario, a quien no le gustan los límites en su acción política
Reconozco la ambigüedad del título de este artículo. No son pocos quienes temen que en la intimidad Pedro Sánchez aspire a ser, algún día, proclamado monarca. Ya le hemos visto algunas incursiones protocolarias y cortesanos no le faltan, aunque seguramente él preferiría ser un rey como los de antes, sin ataduras constitucionales. Sin embargo, no, no me refería a lo que Sánchez aspira a ser, sino a lo que Sánchez es. Este “real” debe ser leído en inglés, ya que hace referencia a @realDonaldTrump, la que fuera la cuenta de Twitter del expresidente norteamericano Donald Trump. Sánchez es nuestro Trump o, mejor dicho, es la parodia que se hace de Trump. Es un personaje narcisista, mentiroso y autoritario, a quien no le gustan los límites en su acción política, ni tampoco el pluralismo en la sociedad.
La gran paradoja de la política española es que nuestra izquierda, tan antiamericana ella, ha copiado e interiorizado todo aquello que la izquierda americana critica de la derecha americana. Ya José Luís Rodríguez Zapatero aplicó la estrategia de la tensión, yendo mucho más allá de los consejos que Karl Rove procuraba a George W. Bush. Desde la política exterior hasta aquella afirmación en el Senado según la cual la nación era un concepto “discutible y discutido”, ZP se dedicó a abrir debates como quien reabre viejas heridas. Como le confesó a su periodista de cabecera, Iñaki Gabilondo, “nos conviene que haya tensión”. No obstante, la gestión irresponsable de la economía se lo llevó por delante al chocar su relato de fantasía sobre los brotes verdes con la dura realidad y la experiencia vivida por los españoles.
Nuestra izquierda, tan antiamericana ella, ha copiado e interiorizado todo aquello que la izquierda americana critica de la derecha americana
Zapatero había quedado atrapado en aquello que el gurú progresista norteamericano Christian Salmon criticaba de los republicanos: el storytelling, la máquina de fabricar historias. Pero Sánchez, Donald Sánchez, ha dado un paso más, como Salmon afirma que dieron los republicanos con Trump, y ha apostado por la devaluación total de la palabra estableciendo el caos narrativo, la mentira tras la mentira, con el objetivo de mantener la atención permanentemente. Así, a través de la permanente confrontación Sánchez pretende avanzar en la concentración del poder en su ejecutivo, desgastando las instituciones de la democracia liberal, sin que su partido ni sus creyentes se planteen exigirle una mínima rendición de cuentas.
En esta nueva Transición, una transición antidemocrática, Sánchez está construyendo su propio Estado populista. En cierto modo, está imponiendo la ideología de Pablo Iglesias con algunos toques procedimentales del procés separatista de Carles Puigdemont. Así, el pasado jueves 15 de diciembre debería ser una fecha para la historia de la infamia que no deberíamos olvidar y que, muy probablemente, vayamos a lamentar. El Congreso de los Diputados tramitaba de urgencia lo que, siendo sólo era urgente para Sánchez, podría ser letal para el futuro del sistema democrático. Antes de Navidad, Sánchez cruzaba su particular Rubicón para enfrentarse al sistema democrático nacido del pacto constitucional de 1978.
En esta nueva Transición, una transición antidemocrática, Sánchez está construyendo su propio Estado populista
El cesarista Sánchez había planeado perfectamente el ataque. Sería en tres frentes a la vez: derogación de la sedición, rebaja de la malversación y politización total de la Justicia. Un escándalo taparía a otro escándalo; y, al final, entre vacaciones, reencuentros familiares y aguinaldos gubernamentales todo quedaría, quizás, en el olvido. Pero no se borrará de nuestra memoria, porque el desmantelamiento del pasado, de la España de la Transición, es también un desmantelamiento del futuro, dejándonos unas instituciones más débiles, una economía más endeudada y una sociedad más enfrentada. Su falaz excusa es que la mayoría parlamentaria lo puede todo. Es la tiranía de la mayoría de la que ya nos advirtió el gran padre del liberalismo Alexis de Tocqueville en el siglo XIX. El mal siempre vuelve. Volverá a ser esta una gran batalla cultural. Deberemos recordar una y otra vez que la democracia no es el poder ilimitado de quien ostenta coyunturalmente una mayoría parlamentaria.
El magnífico discurso del rey Felipe VI, los avisos de la Unión Europea y el recurso del Partido Popular al Tribunal Constitucional han servido como un primer muro de contención ante el ataque de Sánchez a la democracia constitucional. Pero Sánchez no parará. Las instituciones se podrán mantener formalmente intactas, pero sus embestidas verbales y los cambios en las costumbres democráticas no serán inocuos. Pierre Rosanvallon nos advierte en su interesantísimo libro El siglo del populismo (editorial Galaxia Gutenberg) sobre esa manera de proceder. Tras años de socialismo construyendo una “democracia polarizada”, Sánchez no ha optado por un proceso de brutalización directa de las instituciones, como hiciera Hugo Chávez en Venezuela o intentarán infructuosamente los separatistas en Cataluña; dadas las dificultades que le impondrían la aún sólida democracia española y la Unión Europea, Sánchez ha apostado por una más eficaz desvitalización progresiva. Sin prisa, pero sin pausa, va desmontando todo el sistema de controles y contrapoderes, esperando que, para cuando nos demos cuenta, sea demasiado tarde.
Ya en las antípodas de cualquier reformismo sensato, el PSOE se ha dejado arrastrar por Sánchez y la tentación populista. Ha seguido el camino fácil en esto tiempos de alta emocionalidad política, pero este no es el camino correcto, ni siquiera para ellos y su afán de poder. Cuando acabe el momento populista, que sin duda acabará, el PSOE pagará el precio de tanta irresponsabilidad, un precio que ya han pagado otros partidos, como Convergència i Unió o los tories británicos, que también escucharon los cantos de sirena del populismo. El precio es la hecatombe electoral y/o la profunda y larga crisis de liderazgos. Purgarán sus pecados, pero la cuestión vital es que, en plena vorágine populista, España no tome decisiones democráticamente irreversibles.