Radiaciones orwellianas en la era de la postverdad

No vamos a engañarnos ingenuamente sobre la cuestión. Basta repetir con Hanna Arendt que “la deliberada falsedad y la pura mentira como medios legítimos para el logro de fines políticos, nos ha acompañado desde el comienzo de la historia escrita”. El uso de la mentira como medio justificable para alcanzar objetivos políticos o para apuntalar la raison d’état es parte consubstancial a la praxis del poder político.

Si se asume que la causa es buena, se asume que los medios malos son buenos. El mentiroso sabe que puede contar con la mejor predisposición de sus fieles, sabe que dice lo que los suyos quieren oír, sabe que sus engaños resultan enormemente atractivos y tranquilizadores para su audiencia.

Arendt habla de los experimentos totalitarios basados en el poder de la mentira que conllevan “reescribir la historia una y otra vez con objeto de adaptar el pasado a la “línea política” del momento presente o para eliminar datos que no encajan en su ideología”. Sin citarlo, Arendt evoca ideas clave que configuran el mundo de Mil novecientos ochenta y cuatro, el peculiar tratado novelado sobre los mecanismos del totalitarismo que George Orwell había publicado en 1949.

Vale la pena citar fragmentos relevantes de la novela de Orwell para recordar el procedimiento esencial que permite asegurar la persistencia de la mentira en el ejercicio del poder que surge de las tentaciones totalitarias, el doblepensar:(…) “Si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad”. “El que controla el pasado —decía el slogan del partido—, controla también el futuro. El que con-trola el presente, controla el pasado.” Y, sin embargo, el pasado, alterable por su misma naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo que ahora era ver-dad, había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias que cada persona debía lograr sobre su propia memoria. A esto lo llamaban “control de la realidad”. Pero en neolengua había una palabra especial para ello: doblepensar.

En la distopía orwelliana, los miembros del partido saben que es indispensable dominar el llamado doblepensar. Y la técnica debe refinarse constantemente. Imposible no reparar, por tanto, en las inquietantes similitudes que estas descripciones proyectan sobre nuestra política de cada día. En la novela se apunta al ejercicio del poder absoluto en un Estado totalitario, pero el germen de los mecanismos que se utilizan son perfectamente identificables en los lenguajes populistas que surgen de sociedades de raíz democrática. En los últimos años, nadie ha hecho tanto como Donald Trump para dar renovada relevancia a una ficción como Mil novecientos ochenta y cuatro.

Las peculiares relaciones de Orwell con la verdad empezaron, efectivamente, en España. Poco después de salir (en realidad, de escapar) del país ante la infame persecución estalinista de militantes del POUM, un dolido y furioso Orwell no cesó en su empeño de dar su versión testimonial sobre lo que pudo conocer de primera mano en la Barcelona de 1937.

Quizá por ello, ese “parar el curso de la Historia”, que aparece en la cita de la novela, no es más que un eco directo de Recuerdos de la Guerra Civil española (1943), uno de los diez ensayos de Orwell sobre lenguaje, política y verdad agrupados en el pertinente volumen El poder y la palabra (2017). En la experiencia española de Orwell se reflejan, de forma embrionaria, los conceptos clave que iban a dar forma literaria a su obra política y al lugar central de la verdad en su desarrollo. Vean:

“Recuerdo haberle dicho alguna vez a Arthur Koestler que la historia se detuvo en 1936, ante lo cual el asintió, comprendiéndolo de inmediato. Ambos estábamos pensando en el totalitarismo en general, pero más particularmente en la Guerra Civil española. En mi juventud ya me di cuenta de que los periódicos jamás informan correctamente sobre evento alguno, pero en España, por primera vez, vi reportajes periodísticos que no guardaban la menor relación con los hechos, ni siquiera el tipo de relación con la realidad que se espera de las mentiras comunes y corrientes (…). Vi como los periódicos de Londres vendían estas mentiras, y a ávidos intelectuales que construían superestructuras emocionales sustenta-das en eventos que no ocurrieron jamás”.

La alarma de Orwell ante la impresión de que el concepto de verdad objetiva estaba desapareciendo del mundo y de que, en la práctica, la mentira se podía volver verdad le impulsó a reflexionar sobre los mecanismos del sistema totalitario que acabaría desarrollando en Mil novecientos ochenta y cuatro. En el mismo ensayo sobre la guerra española aparecen conceptos clave que iban a hacer eclosión, cinco años más tarde, en su famosa distopía: “El objetivo de este modo de pensar es un mundo de pesadilla en el que el líder máximo, o bien la camarilla dirigente, controle no solo el futuro, sino incluso el pasado. Si sobre tal o cual acontecimiento el líder dictamina que ´jamás tuvo lugar´… pues bien: no tuvo lugar jamás. Si dice que dos más dos son cinco, así tendrá que ser. Esta posibilidad me atemoriza mucho más que las bombas”.

Puede pensarse que las proyecciones de Orwell son excesivas y condiciona-das por episodios históricos muy específicos, que su actitud responde a un purismo exagerado y provocativo, que, como afirmaban tantos simpatizantes comunistas de buena fe, no convenga leer a Orwell… Y, a pesar de todo y contra muchos pronósticos, la prosa clara, polémica, a veces contradictoria, del escritor sigue resonando intensamente en los debates actuales. La denostada “verdad factual”, la aspiración a que una mentira tenga, como mínimo, alguna relación con la realidad de los hechos y no sea pura fabricación maliciosa, la necesidad de analizar los hechos desde la ideología sin dejar que la ideología “decida” cuáles son los hechos, son preocupaciones diarias en nuestro mundo entre quienes luchan para mantener activa la capacidad crítica.

Que algunos neologismos como postverdad o hechos alternativos hayan provocado renovado interés en el escritor que indagó con más precisión sobre las perversiones del lenguaje, constituye la enésima victoria póstuma de un hombre que ejerció sin complejos su inteligencia combativa y cuya posición moral ante la verdad animó una obra que suena“de rabiosa actualidad” en la política nuestra de cada día, una radiación que persiste cuando se intenta confrontar honestidad intelectual y acción política.