Quizá mejor algo más de Gil de Biedma que de Llull

Hay algo inquietante en la constitución, la semana pasada, del Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC, en sus siglas). La iniciativa, promovida por intelectuales de la talla de Félix Ovejero, Miriam Tey, Francesc de Carreras, entre otros, tiene un claro contenido no nacionalista y pretende romper el binomio cultura catalana/catalán.

Frases que se escucharon en el acto de presentación como «promover el carácter cosmopolita de la ciudad de Barcelona… con independencia de lenguas y tradiciones» y otras muestran un espíritu positivo, de propuesta, al que nadie puede objetarle nada.

Las alarmas surgen cuando se escuchan los argumentos del reverso de ese manifiesto fundacional y se justifica la puesta en marcha del proyecto para evitar que se silencien o se reduzcan casi a la clandestinidad la actividad de aquellos intelectuales, de Cataluña o de fuera, que no comulgan con el nacionalismo dominante o son claramente adversos.

Aquí ya hablamos de censura y eso son palabras mayores. La censura no necesita de leyes que la expliciten. La más cruel es aquella que no está promulgada, la que se ejecuta día a día ignorando, orillando, la labor de los que no asumen la ideología dominante o el pensamiento único que emana de la estructuras del poder, la que pretende mandar al ostracismo a todos los que caen en el terreno de los otros.

Desgraciadamente, la denuncia de los promotores del CLAC, en este caso en paralelo al arranque de su proyecto, no es algo inusual en la Cataluña de hoy. La generosa política de subvenciones a los medios informativos es un claro ejemplo discriminatorio, en definitiva, de censura a los no proclives,  pero también en sentido contrario la falta de apoyo institucional a todo aquello que no va en la línea «de la construcción del país». Sencillamente, lo que no «suma» hay que intentar que no se vea, que parezca que no existe.

A un país, esa política nunca le sale gratis. El resultado de ese reduccionismo social, político, intelectual, no es otro que el empobrecimiento. Barcelona debería tomar buena nota de ello, porque su pasado ha sido más rico cuanto más abierta ha sido la ciudad, más apreciada como melting pot de la modernidad que como cap i casal de una Cataluña obsesionada por una única identidad.

Y es que está bien celebrar los 700 años de la muerte de Raimon Llull, el genio catalán de la Edad Media, pero quizás deberíamos dedicarle algo más que la exposición en el Santa Mònica a los 25 años del fallecimiento de Jaime Gil de Biedma, catalán, que murió, nació y vivió en Barcelona, y considerado uno de los poetas mayores de la poesía española del siglo XX, referente de uno de los momentos más brillantes de la cultura catalana contemporánea junto a los Carlos Barral, Juan Marsé, José Maria Castellet, Gabriel Ferrater, los Goytisolo…