Quintacolumnistas

Tiempos confusos en los que se debilita nuestra sociedad en base a relecturas de su pasado, donde movimientos antisistema encuentran un eco desmesurado y parecen convencer a una gran parte de la población de que no tenemos nada de lo que enorgullecernos, ni cultural, ni socialmente

¿Qué tienen en común Churchill, Colón, Lincoln o Voltaire? Que los cuatro son pilares de la identidad moderna occidental, y los cuatro han visto recientemente vandalizadas estatuas en su honor… a mano de occidentales.

Lo cierto es que cuando la estatua de Churchill es pintarrajeada por una turba desatada no a es Churchill a quien atacan sino a aquello que representa. De hecho, cabe preguntarse cuántos de aquellos que se abalanzaron a degradar la efigie del primer ministro británico con el lema de “racista”, sabían realmente quién era aquel que lideró la batalla contra el mal durante la Segunda Guerra Mundial haciendo frente a la maquinaria nazi en momentos en que todo parecía perdido.

Los héroes fundacionales de las sociedades occidentales están siendo víctima de una relectura descontextualizada de la historia, según la cual toda nuestra civilización habría nacido manchada por un pecado original imborrable: el racismo. Y como Occidente vive tiempos sin épica y no tiene batallas a la altura de las de sus padres que librar, dirige hacia sí mismo el afán de heroicidad. Movimientos antisistema radicales, compuestos por apenas unos centenares de activistas, han encontrado un eco atronador en los buenos sentimientos de millones de personas ansiosas por luchar guerras que testifiquen su virtuosismo ante el tribunal de los ojos ajenos. El debate se ha reducido a fórmulas identitarias de colectivos victimizados que, con el pretexto de combatir las injusticias, buscan poner en jaque a toda la sociedad.

Los héroes fundacionales de las sociedades occidentales están siendo víctima de una relectura descontextualizada de la historia

Si antaño los chovinismos patrios empujaban a los ciudadanos a competir por cuál de sus países era más culto, más influyente y poderoso; hoy en día el suflé se ha desinflado y nadie osa presumir. Es más, en una especie de nihilismo sofisticado, se rivaliza por ver cuál ha sido y es más sangrante con sus minorías, cuando probablemente cualquier miembro de una de ellas preferiría vivir en el occidente del siglo XXI a cualquier otro lugar geográfico o histórico.

Y todo esto no sería más que otra página dentro de las evoluciones sociales y generacionales, si no fuera porque esta cruzada contra nosotros mismos no solo está profundizando las brechas internas ya existentes, sino que convierte a estos elementos desestabilizadores en una suerte de quintacolumnistas al servicio de potencias extranjeras con bastantes más máculas que ocultar. En efecto, la radicalización ha conseguido convencer a una gran parte de la población de que nuestras sociedades no tienen nada de lo que enorgullecerse, ni cultural, ni socialmente.

A través del empleo de trampas dialécticas y la sobre-teorización de conceptos sencillos que ponen en duda las mismas certezas científicas, se ha logrado infringir un daño profundo y metafísico a nuestras sociedades

Se trazan equivalencias morales insostenibles con otros regímenes totalitarios. Es sorprendente encontrar, por ejemplo, voces gubernamentales en España que osan comparar la condición de la mujer en España con la de Afganistán; como si los logros en derechos de occidente pudieran ser mínimamente comparables con el país regido por los talibanes, o con Irán, o China o Rusia. Hay racismo en occidente, claro que sí. Pero, para empezar, se reconoce – paso esencial – y se lucha contra ello desde las mismas instituciones. Mientras tanto, millones de uigures permanecen encerrados en “campos de reeducación” en China. Ahí, precisamente, no llega la locuacidad moral.

No obstante, a través del empleo de trampas dialécticas y la sobre-teorización de conceptos sencillos que ponen en duda las mismas certezas científicas, se ha logrado infringir un daño profundo y metafísico a nuestras sociedades. La confusión es tal que ni sabemos quiénes somos, ni quiénes queremos ser.

Si la caída del muro de Berlín parecía vaticinar el triunfo definitivo de las democracias liberales sobre los regímenes totalitarios, 33 años después, crisis económicas y sanitarias han terminado sirviendo balón de oxígeno no sólo para tiranías en expansión, sino para un discurso cínico de debilitamiento interno. Según Freedom House, una organización sin ánimo de lucro con sede en Washington D.C. que estudia el estado de las democracias y las libertades en el mundo, en 2021 la libertad global disminuyó por decimosexto año consecutivo.

Por otro lado, todas las encuestas señalan una desafección de los jóvenes occidentales hacia los sistemas democráticos, lo que parecería ratificar las predicciones del historiador francés Jean-François Revel que, en los años 80, alertaba en Cómo terminan las democracias, que la “democracia puede haber sido un accidente en la historia, un breve paréntesis que se cierra ante nuestros ojos”.

Revel prestaba especial interés a la guerra de propaganda llevada a cabo por los regímenes totalitarios y a cómo las sociedades libres empezaban a perder la fuerza para resistir frente a lo que entonces era el imperialismo soviético, segregando, así, el mismo veneno que podría matarlas:

“… los errores y crímenes cometidos por los países no totalitarios se vuelven contra ellos como un boomerang en la guerra de propaganda, mientras que los de los regímenes totalitarios, resguardados tras sus pantallas de secreto, son apenas reprobados por la opinión mundial; esto hace que el costo político del error sea mucho menor para ellos que para las democracias. Incluso, dejando de lado la bonificación de indulgencia moral que se otorga regularmente a cualquier régimen totalitario que se autodenomine socialista, la desigualdad real de la información disponible le da al totalitarismo una ventaja en la lucha ideológica”.

Por un lado, unas potencias totalitarias sin ningún complejo identitario, prestos a emplear todas sus armas económicas, propagandísticas y militares contra occidente. Por otro, unas sociedades libres, sí, pero sumidas en la confusión moral y avergonzadas de sus propios valores.

Atravesamos una crisis de civilización que alimenta los discursos radicales de dentro y de fuera

Atravesamos una crisis de civilización que alimenta los discursos radicales de dentro y de fuera. Somos incapaces de comprender la grandeza de un mundo libre en el que las instituciones y los poderes se erigen para proteger los derechos individuales y colectivos; que se ha ido construyendo poco a poco a través de figuras valientes de las que hoy sólo queremos ver sus manchas.

Pero el problema no es Putin, ni China, ni cualquier otro régimen totalitario. El problema somos nosotros, que hemos querido ver en su antiamericanismo una suerte de modelo alternativo, obviando su brutalidad y pretendiendo ser iguales en crueldad. Urge encontrar un discurso común, alejados de los caprichos identitarios que, sin caer en el patriotismo barato, nos recuerde nuestros méritos. Nadie lucha por sus fracasos.

Nos creemos muy degenerados, pero no es más que puro egocentrismo neopuritano.

Este artículo pertenece al nuevo número de la revista mEDium 11: ‘La encrucijada de la defensa’, cuya versión impresa puede comprarse online a través de este enlace: https://libros.economiadigital.es/libros/libros-publicados/medium-11-la-encrucijada-de-la-defensa/

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