Quintà, periodista manipulador »con causa»

El suicidio del periodista Alfons Quintà, después de asesinar a su esposa, ha dado lugar a un interesante fenómeno: todos los comentarios necrológicos publicados en la prensa catalana han sido radicalmente críticos contra la figura y el estilo de Quintà.

En un país singularmente hipócrita como éste, en que las críticas son siempre indirectas y en voz baja, y en que la muerte de un personaje público se transforma en un santo, lo que se ha publicado sobre Quintà después de su muerte ha sido realmente novedoso. Y merecido .

Quiero justificar esta observación. Y empiezo para decir que no fui víctima personal, de forma que no tenía y no tengo ningún contencioso. Pero hemos sido todos víctimas en otro sentido: por el estilo de su actividad informativa, y de la relación entre información y política, que Quintà inauguró y contribuyó poderosamente a difundir.

Déjenme explicarlo así: en la transición democrática, las relaciones entre políticos y periodistas eran visiblemente diferentes en Madrid y en Barcelona. En Madrid no hubo ninguna discontinuidad profunda respecto de la etapa anterior y la pauta de relaciones era muy clara: los políticos están arriba y los periodistas abajo. En Madrid importa el gobierno; hay un solo gobierno, y muchos medios de información; de forma que el gobierno se puede permitir ser displicente con los informadores, y éstos lo saben y actúan de forma correspondiente.

Todavía hoy, sigue siendo posible protagonizar conferencias de prensa por pantalla de plasma… En Barcelona, la etapa de la transición se caracterizó, entre otras cosas, por una fuerte complicidad entre políticos y periodistas. Los políticos no estaban en el gobierno, sino en la calle, con la Asamblea de Cataluña o promoviendo «terceras vías»; y los periodistas, más jóvenes que sus colegas de la capital, estaban decididos a hacer de cada mesa de redacción, un Vietnam.

La complicidad, el sentimiento que unos y otros trabajaban por el cambio democrático, fomentaba una actitud de respeto mutuo y de apoyo recíproco. Cuando Huertas Clavería fue procesado (1975), la huelga de los profesionales de los diarios de Barcelona tuvo todo el apoyo de los partidos democráticos, como pasó después del atentado contra El Papus en 1977.

Quintà entró en este marco como un caballo siciliano. Al frente de la redacción barcelonesa de El País, Quintà inauguró la práctica del uso regular de filtraciones, fotocopias, dosieres; de prestar su posición para proyectos internos dentro de partidos, de sindicatos o de entidades diversas.

En algún caso esto fue especialmente ostentoso: la difusión cotidiana y la amplificación de los conflictos internos en el PSUC correspondía tanto a su obsesión anticomunista como a la línea editorial del medio y a la situación objetiva del PSUC, que constituía entre 1977 y 1982 la pieza más fuerte del comunismo español.

Con un 20% de los votos, 30.000 afiliados y una influencia decisiva dentro del sindicato mayoritario, CC.OO, toda ofensiva anticomunista tenía que pasar por romper el espinazo del PSUC. Quintà puso durante unos cuantos años la redacción barcelonesa de El País al servicio de la causa. Pero no se trataba sólo del PSUC. Detestaba igualmente el PSC, cubriendo de sarcasmos su proceso de formación y la propia figura de Joan Reventós; o, de manera extraña, la UAB –¿quizás porque era la única universidad que tenía en aquellos momentos una facultad de Periodismo?

En todo caso, todo recalaba en el mismo sitio: así, la revelación de unas supuestas «Irregularidades en la Escuela de Magisterio de la Autónoma» ( 6 febrero 1979) se atribuyen, según «algunas fuentes consultadas por El País» al «claro predominio de la tendencia «bandera blanca» del PSUC entre el profesorado de aquella escuela». (Se atribuye a Quintà, o a alguna de sus fuentes, la invención de la expresión «banderas blancas» para referirse a los miembros del PSUC que procedían del grupo «Bandera Roja», como Solé Tura, Jordi Borja o Joan Subirats).

La amplificación de «la tendencia prosoviética» dentro del PSUC, y la celebración de su victoria en el Congreso del partido de enero de 1981 (que aplaudía pocas semanas más tarde: «Retorno de antiguos militantes tras el Congreso del PSUC», 20 enero 1981), así como el seguimiento detallado de las discusiones internas o la filtración reiterada de documentos, fueron elementos que tuvieron un peso decisivo en el retroceso, la escisión y finalmente el fracaso electoral del PSUC en 1982 (cómo han puesto de relieve, entre otros, los estudios de P. Ysàs y C. Molinero o el reciente libro de A. Batista).

Probablemente, la voluntad de intervención de Quintà iba más lejos. La publicación de documentos escabrosos sobre Banca Catalana se vio inesperadamente coronada por su nombramiento como primer director de TV3 y, posteriormente, del diario El Observador.

Que el mundo pujolista lo situara a la cabeza de sus principales medios informativos fue siempre motivo de interrogación, e incluso de hipótesis interpretativas poco cariñosas.

En todo caso, Quintà inauguró en Cataluña un estilo de «periodista con causa», agresivo, amante de los dosieres y de las informaciones no contrastadas. Esto es, creo, lo que lo hace un personaje actual, y lo que está detrás de los juicios severos que se han publicado después de su muerte.