¿Qué se le pide a Felipe VI?

Comienza la semana del relevo al frente del Estado. La monarquía cambiará nominalmente de fisonomía y, más allá de los fastos obligados, en España se abre un nuevo periodo que coincide con un estado de opinión donde el común denominador podríamos definirlo como de cierta rebeldía social provocada por las tres crisis que nos sobrevuelan: política, económica e institucional.

El nuevo monarca, el sucesor de Juan Carlos I, sigue teniendo sus facultades políticas tan encorsetadas como las tuvo su antecesor. Con eso, por tanto, no habrá nada nuevo bajo el sol. Por fortuna, la soberanía española recae únicamente en la voluntad popular a través de sus cámaras de representación. Y, sin embargo, en la mente de muchos ciudadanos se abren unas expectativas quizá demasiado elevadas sobre un jefe del Estado cuyas funciones están limitadas de manera escrupulosa por la Constitución y que su principal cometido –que no es menor– se ciñe a la representatividad institucional del país, dentro y fuera de sus fronteras.

La mejor contribución que podemos esperar del nuevo rey es que resulte capaz de dignificar la histórica institución como había logrado su antecesor en etapas puntuales de nuestra historia reciente. El descrédito que atenaza la monarquía parlamentaria en los últimos meses tiene más que ver con el estado general de opinión que con la institución en si misma. Salpicada por escándalos colaterales de corrupción en su familia y por la falta de tacto del monarca en su ejemplaridad personal, hoy la jefatura del Estado no cuenta con el crédito que cosechó tras el cambio de régimen y la llegada de la democracia.

Felipe VI puede ser un monarca del siglo XXI. Capaz de entender las realidades sociales y políticas del país a cuya cabeza representativa se situará. Sorprende que algunos buenos pensadores como el lúcido economista y ahora presidente del Círculo de Economía, Antón Costas, vean en este reinado el interruptor de una oportunidad política.

Es obvio que Felipe de Borbón y Grecia puede inocular en su institución una pátina de modernidad que había perdido. Pero sin más herramientas políticas que las gestuales y una cierta estética diferencial resultaría tramposo pensar que su reinado va a solucionar cualquiera de los problemas estructurales que nos aquejan. Ahí, estimado Costas, es donde la política, en mayúsculas, recobra su sentido.

Que el nuevo rey sea sensible a las realidades territoriales será una buena actualización de la jefatura del Estado. Si las actitudes austeras en la organización y administración de la Casa Real son concordantes con los tiempos que vivimos también se avanzará en términos de recuperación institucional. Y, finalmente, si su sensibilidad por las nuevas preocupaciones del país, como la corrupción, la falta de referencias ideológicas y la salida de la crisis económica, resultan estéticamente útiles a modo de liderazgo su cargo estará justificado.

La moderación discreta y silenciosa que pueda desarrollar en la vida política española dependerá más de sus interlocutores y de la aceptación con que le reciban que de sus capacidades personales. Por eso —y permitan el símil— podemos escribir tantas cartas a los reyes como queramos, pero sigue siendo más útil que se las hagamos, y muy en serio, a nuestros políticos. Y, en cierta medida, a nosotros mismos.