¿QUÉ NOS QUEDA DE LA VERDAD?
En Roma uno puede posar su mano en la Bocca della Verità (la Boca de la Verdad), máscara de mármol que se encuentra en la iglesia de Santa Maria in Cosmendi para descubrir si alguien dice la verdad o no. La leyenda garantiza que, quien ponga la mano en su boca, si miente al ser preguntado, perderá el brazo al instante.
En la película Vacaciones en Roma de William Wilder, Gregory Peck interpreta a un periodista que debe hacer una entrevista a la princesa Anna, personaje encarnado por Audrey Hepburn. Sin saber cómo llegar a ella, la casualidad procura que se acaben conociendo, sin que la princesa sospeche que él es un periodista. La princesa ocultará al periodista su rango y el periodista ocultará a la princesa el objeto de su trabajo.
En una de las secuencias, el curtido periodista lleva a la inocente princesa hasta la Boccadella Verità para jugar a ver quién dice la verdad, arriesgando perder el brazo dentro de la boca si miente alguno de los dos. Ni el periodista ni la princesa confesarán su identidad. La deliciosa película de Wilder, realizada en 1953, nos lleva a preguntarnos si hoy sería posible, con los teléfonos móviles, Internet y el cruce de datos y fotografías, mantener un idilio entre identidades no reveladas, ocultas.
La respuesta es que no habría idilio, sino denuncia; pues, al ser imposible ocultar el engaño, ya no habría opción a recibir ninguna respuesta.
Utilizaríamos la verdad para destruir una verdad más profunda; el hecho de que se han enamorado. En un encuentro, el filósofo Manuel Cruz me explicaba que lo que más le preocupa del actual momento político es verificar la inmediatez con que se condena cualquier irregularidad descubierta, sin dejar tiempo para cotejar las noticias y saber la verdad sobre lo ocurrido. Argumentaba que los sistemas de mediación entre el hecho y la condena han desaparecido. Es lo más cercano a la ley del revólver, donde todo se resolvía con un duelo a muerte entre el ofensor y el ofendido sin que la justicia pudiera mediar para establecer el grado de culpabilidad del acusado.
El film Furia, realizado por el cineasta alemán Fritz Lang en 1936, explica la historia de un hombre inocente, interpretado por Spencer Tracy, que es considerado sospechoso del secuestro de una niña. Los rumores que se van extendiendo entre los habitantes del pequeño pueblo donde ocurren los hechos lo señalan como culpable, como el verdadero y único culpable. Los rumores crecen como si se tratara de una pequeña bola de nieve que va aumentando su tamaño sin que nadie pueda pararla. Con-vierten a los ciudadanos en una masa incontrolable que sólo obedece a su sed de venganza; ya nadie busca saber la verdad de lo sucedido.
En el film de Lang, la verdad queda ocultada por la venganza y el linchamiento. ¿Quién quiere la verdad cuando ya se tiene a un culpable? ¿Qué importancia tiene la verdad cuando es más importante clamar nuestra ira y saciar nuestra sed de venganza? Una parte de la sociedad está más pendiente de señalar a un culpable, aunque sea inocente que saber la verdad que, probablemente, nos revelaría a todos como culpables.
En su artículo Postverdad, la nueva sofística perteneciente al libro En la era de la postverdad, la filósofa Victoria Camps recuerda las palabras de Tucídides en las que reflexiona sobre las consecuencias de la guerra: “El valor de las palabras cambia a medida que los hombres reclaman el derecho a usarlas para justificar sus acciones: la sinrazón es llamada valor y lealtad al partido; la demora prudente se vuelve cobardía; la moderación y autocontrol son rechazados y tachados de timidez”.
Las palabras de Tucídides advierten de que nuestro tiempo confunde la verdad con la creencia. Todos sabemos que “la verdad es un espejo roto en mil pedazos” como escribiera Salvador Espriu, e incluso sabemos cómo esconder los trozos rotos para que nadie llegue nunca a descubrir la verdad. Pero lo que desconocemos es lo esencial que es la verdad para garantizar el adecuado desarrollo de una sociedad y sus individuos.
No es que la sociedad no quiera saber la verdad, sino que es más fuerte el ansia de criticar a los poderosos que la manipulan y se sirven de ella para sus intereses que la voluntad de desvelarla, lo que impediría que éstos pudieran sacar beneficio. Dicho de otro modo, la sociedad no quiere saber nada de la verdad.
La sociedad tiene la certeza de que se pierde la verdad en el proceso de querer descubrirla, pues se esconde en intrinca-dos laberintos piranesianos que la encarcelan, siendo imposible poder llegar a liberarla. Las palabras de Jesús a los judíos “y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” se revelan contradictorias en la sociedad actual, pues conocer la verdad acarrea problemas; oír la verdad debilita la autoestima; convivir con la verdad nos hace demasiado conscientes de nuestra condición humana; por tanto, es mejor solo conocerla un rato y olvidarla, no sea que desenmascare quiénes somos.
La obra literaria que mejor explica nuestra relación con la verdad es la novela El talento de Mr. Ripley de Patricia Highsmith, publicada en 1955, donde el protagonista Tom Ripley usurpa la identidad y la vida de su amigo Philippe Greenleaf tras asesinar-lo. Ripley es la metáfora de una sociedad que prefiere vivir con la duda que enfrentarse al monstruo. El voraz Ripley, tras usurpar la identidad de su amigo, no sólo decide quedarse con su dinero sino vivir su vida, adoptar sus temores y sueños.
El talento de Ripley es siempre ser otro, vivir en un constante proceso de mimesis de lo que ve y quiere, crecer parasitando las experiencias de otros. Es lo que hacen actualmente millones de personas a través de las redes sociales, donde se apropian y usurpan en el plano virtual los méritos de otras personas. Esta forma de actuar ha generado la fake life que ha dado lugar a las fake news, situándonos de pleno en una sociedad que se mueve en la era de la postverdad como pez en el agua.
La característica dominante de este tiempo, donde la verdad sólo tiene razón de ser si sacamos de ella algún beneficio, la encontramos en el hecho paradójico de que antes se asociaba revelar la verdad como algo que beneficiaba a toda la sociedad, y ahora se utiliza para ir contra aquellos que piensan diferente, para estigmatizarlos, para apartarlos del camino. Las emociones y las creencias son más sólidas que la escurridiza verdad, dotan de un sentido de comunidad más hondo, edifican trincheras y proyectan la ilusión de que la verdad no es determinante. ¿Pero qué queda de la verdad?
Tal vez sirva para recordarnos que una sociedad comprometida con la información, el conocimiento y con los medios de comunicación como sus principales aliados nunca debería olvidar lo que el filósofo inglés Julián Baggini concluye en su ensayo Breve historia de la verdad: “El poder no dice la verdad; nosotros debemos decir la verdad al poder”.