Qué libres serían los catalanes si supieran que ya son libres…

Es posible que el soberanismo se suicide desde lo alto de su soberbia, pero también lo es que la otra mitad de los catalanes se resistan activamente

Una de las atracciones gravitacionales del Museo Nacional de Historia Natural,  sito en la Avenida de la Constitución de Washington DC es el elefante Henry, un imponente paquidermo disecado de 4 metros de altura cuya presencia domina la rotonda de la Institución Smithsoniana.

Las manifestaciones de este fin de semana, amén de la profusión de enseñas de dos o cuatro barras, han evidenciado la presencia de un elefante catalán en medio de la sala de estar en la que se ha convertido el Eixample barcelonés.

A diferencia de Henry, el elefante catalán está hecho de una especia de materia oscura política, dotada de una enorme gravedad, pero invisible al ojo humano. Nuestro particular paquidermo no ha ocupado su sitio de la noche a la mañana, sino que ha sido fruto de un proceso que lleva 7 años arrastrándose, en el que, lejos de demostrar la existencia de un sólo demos catalán, aquellos convencidos de que es racional actuar alocadamente, y alocado actuar racionalmente, han logrado la nada desdeñable proeza de fomentar la emergencia de dos ethnos en Cataluña, una división cultural en dos bloques isomorfos que aleja la solución del conflicto de las urnas y lo proyecta a la demografía.

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Por más que el actual ocupante del Palau de Sant Jaume y sus acólitos no dejen pasar ninguna oportunidad para ostentar su habilidad de condensar el mayor número posible de palabras en la mayor escasez de pensamiento, persistiendo en la retórica huera de la autodeterminación, incluso Quim Torra debe barruntar a estas alturas que un referéndum sólo lograría levantar acta notarial de la bipolaridad que ya caracteriza a la sociedad catalana, y abriría las puerta a dinámicas cada vez más centradas en una guerra cultural, exacerbada por la existencia de unas instituciones públicas que lejos de ser neutrales se han convertido en el instrumento de una parte para imponer a la otra sus preferencias culturales, bajo la premisa de que son las correctas.

La verdadera excepción catalana consiste en la vulneración de los  postulados del filósofo del derecho Ronald Myles Dworkin, quien adujo  que, en esencia, una sociedad liberal se caracteriza, no por abanderar un determinado «sugestivo proyecto de vida en común», sino simplemente por garantizar que todos los miembros de la sociedad son tratados con igual respeto.

El gobierno autonómico catalán, por el contrario, refleja la significación social de una parte, al tiempo que refracta la de la otra. Ese, y no otro, es el sentido último del kitsch independentista que ornamenta los edificios oficiales. Lo que demuestran las manifestaciones organizadas por la oposición social al soberanismo, es, por encima de todo, una demanda explícita de reconocimiento; un síndrome (del griego ‘reunión, situación’) de vecinos desafectos.

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Las noticias que llegan de Bruselas apuntan a que la escapada de Puigdemont tiene los días contados, algo que el fugado parece barruntar, a tenor de sus recientes desahogos antieropeistas  en medios afines a Putín.

Si la justicia belga atiende la petición del fiscal y Puigdemont acaba rindiendo cuentas ante Llarena, la efervescencia soberanista volverá a desparramarse en las calles, poniendo otra vez a prueba la resistencia de los cuatro andrajos en los que se ha convertido lo que en otros tiempos fue un firme tejido social.

Parece posible que el soberanismo decida suicidarse saltando desde lo alto de su soberbia, pero es también probable que la otra mitad de la sociedad catalana tenga ya en reserva el depósito de tolerancia frente al vandalismo y que empiece a resistirse activamente a permitir que la cólera de quienes se niegan a aceptar las consecuencias de su aventurismo fracasado les arrastre también a ellos en los remolinos de fuego en unas calles que son tan suyas como de los otros.

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