¡Que les den!
El norteamericano Henry-Louis Mencken (1880-1956), un influyente periodista y crítico social de quien no se acuerda casi nadie, decía que un cínico es un hombre que, cuando huele flores, busca un ataúd alrededor. El cinismo, pues, sería la expresión de la brutalidad en estado puro.
En los tiempos que estamos viviendo en Cataluña después del fracaso de la primera legislatura independentista, los cínicos reaparecerán con su ideología fatalista, sintiéndose ganadores simplemente porque Artur Mas no ha podido (o no ha sabido) liderar la mayoría independentista en el Parlamento. La algarabía confusa de esos cínicos inunda periódicos y tertulias al grito de «yo ya lo dije». De lo que se trata es de retornar al remanso de esa España sin pulso pero que da de comer a sus lacayos.
Habrá cínicos y habrá mentirosos. Aunque todo el mundo sabe que normalmente los cínicos son mentirosos que huelen a mierda. Personas que utilizan esa efímera fama que da escribir regularmente una columna de opinión en un periódico para intentar dañar la imagen de personas, instituciones o agrupaciones políticas y sociales por el mero hecho de que no son de su gusto.
En Cataluña existe una especie casi en extinción, ya que es una suerte que estén en la fase de su declive vital, que escribe echando bilis por la boca.
Por lo general es gente que en sus tiempos mozos fueron comunistas —o incluso socialistas, porque haberlos los había, aunque fueran pocos— para después pasar a dominar la cúspide de los periódicos de la capital —o las sucursales catalanas de la prensa de Madrid— disimulando como podían su apego juvenil.
Se convirtieron en enfermos, cuya enfermedad fue un tosco antipujolismo que se transmutó en cinismo cuando vieron que duraba más que una pila alcalina. Ese cinismo les sirvió para alimentar su aparente honestidad, aunque la disputa sobre el soberanismo puso a todo el mundo en su lugar.
Para esos enfermos, y lo digo yo que nunca di mi voto a Pujol y por lo tanto estaba cerca de ellos, la lucha contra el pujolismo fue un trastorno obsesivo compulsivo que han legado a sus futuros herederos. Esos comunes que son hijos de la ira y del adoctrinamiento de la generación de profesores Peter Pan que, sin embargo, actúan como los antiguos caciques universitarios que les amamantaron.
El antipujolismo fue una especie de odio que se ha visto recompensado por el descubrimiento de la gran mentira de Jordi Pujol y de la trama mafiosa que fue parte de su familia. Pero lo que hiciese Pujol con la herencia de su padre es una cosa y el pillaje de sus hijos otra.
No cabe duda de que se le debe atribuir a él la responsabilidad por los desmanes de su familia. Y si la encubridora fue su mujer, también. Apelar a la ignorancia sería aceptar otra manifestación de cinismo inexcusable. Esta vez por parte de sus partidarios. Los Pujol asestaron un golpe de muerte al proyecto político que el patriarca puso en marcha en 1974.
No haber comprendido eso es lo que está rematando a CDC, un partido que ya debería estar disuelto si lo que se quiere es evitar dañar lo que viene representando desde hace años social e ideológicamente. CDC es un partido senil que debe aceptar la eutanasia para cortocircuitar definitivamente la interpretación torticera de que es el partido de la derecha catalana cleptómana, según la cínica definición de un catedrático que vive en Madrid y que fue miembro del comité federal del PSOE en los años del GAL, aquella organización de asesinos a sueldo del Gobierno presidido por Felipe González. ¡Algunos tienen un morro que se lo pisan!
Los cínicos que escriben y opinan, insisten en identificar a Artur Mas con el pujolismo y los cleptómanos. Les viene bien para descalificar —y organizarle un buen y rápido funeral— al líder de CDC, pero también al cabecilla de la insurrección secesionista que les tenía en vilo.
«A cada cerdo le llega su San Martín», viene a decir un paniaguado socialista a quien llamaban «Porki» cuando era un pijoprogre comunista, sin darse cuenta de que él mismo es de esos cerdos que deberían ser sacrificados.
Se le podría aplicar lo dicho por un antropólogo que en su juventud fue, y no es ningún eufemismo, un vendedor de Biblias: «No podemos confiar el futuro a quien representa lo peor del pasado». No le falta razón. Vale para él mismo y para su antiguo compañero de filas en Bandera Roja. Pura casta.
También es verdad que Mas ha cometido unos cuantos errores de bulto, entre ellos mantener reuniones semi-clandestinas con Pujol en medio de la tormenta soberanista o bien consentir que siguieran en sus puestos personas imputadas por diversos casos de corrupción cuando la sensatez reclamaba lo contrario.
Lo peor que puede hacer un político es tomar una decisión de riesgo a destiempo. El riesgo aumenta y resta eficacia a la decisión aún siendo buena. A veces incluso la convierte en nada. Les da pasto a los cínicos para que se abalancen sobre él como los cuervos a la carroña. Atorarse con cuentos chinos y con excusas facilonas tampoco sirve de gran cosa.
No creo que exista ninguna posibilidad de salvar la actual legislatura en Cataluña. Además, ya no lo creo conveniente. Es imposible construir nada bueno después de lo que ha ocurrido estos días. Incluso creo que ha llegado el momento de tomar decisiones muy drásticas que deben afectar a personas, mensajes y artefactos políticos, ya sean partidos o candidaturas.
La catarsis suscitada por lo que hemos vivido durante los últimos tres meses debería ayudar a la dirigencia de este país a tomar unas cuantas decisiones para evitar que la desesperanza se apodere del electorado soberanista y en vez de ampliar su base, ésta se achique.
Las culpas están muy repartidas, porque los errores estratégicos han sido mayúsculos, pero al final quienes pagarán ese error serán los que se han arriesgado con más voluntarismo que inteligencia.
No sé si en las actuales circunstancias, con el tic-tac del reloj soberanista palpitando de rabia por una ruptura que la gente de la calle atribuye al egoísmo sectario de los partidos, la tentación de los políticos será sacar tajada y buscar la complicidad de unos cuantos cínicos a sueldo.
Alguien me dirá que yo siempre escribo en contra de ERC o de la CUP y a favor de Mas y CDC y, por lo tanto, que soy uno más de ese ejército de irresponsables que escriben a diario. Si ustedes repasan algunos de mis artículos desde 2012, en seguida se darán cuenta de que he escrito bastantes críticas a lo dicho y hecho por los convergentes.
Para empezar, les critiqué, en abril de 2013, su obsesión por sostenerse con la ayuda de ERC. Mi crítica no iba dirigida a ERC, la focalicé en CDC y en su obstinación por abandonar el centro moderado y optar por la precipitación que imponían los republicanos.
Después del 27S volví a criticar a CDC al constatar que lo que había fallado era, precisamente, la ampliación de la base soberanista entre los sectores moderados. La nueva obsesión de CDC consistió en querer negociar con la CUP algo que era imposible ante, primero, la manifiesta deslealtad de ERC y algunos independientes integrados en Junts pel Sí y, segundo, por el dogmatismo de una extrema izquierda autoritaria que persigue desvencijar al adversario que considera su enemigo.
«El que con niños se acuesta, mojado amanece», reza el dicho. O cagado, que es peor. El problema, por consiguiente, no es de los niños —digamos la CUP o ERC— sino de quien decide acostarse con ellos. No poner límites a una relación, a veces imposible, o diluir los objetivos estratégicos con un tacticismo atroz, da pie a todo tipo de especulaciones y la principal es que quien así actúa es porque quiere beneficiarse de los demás para esconder su ineficacia.
No sé si ustedes se acordarán del título de una historieta de Mortadelo y Fielmón publicada por Francisco Ibáñez en 1970 y que contaba cómo una banda de ladrones intentaba huir a bordo del transatlántico Ile du Soria.
Mortadelo y Filemón se embarcaban también en ese transatlántico para intentar recuperar los planos robados. Lo que ellos no sabían es que los planos habían sido escondidos en el cuerno de un enorme toro bravo que les daría problemas durante toda la aventura y le sirvió a Ibáñez para mostrar la decadencia de ciertos sectores sociales.
Valor y… ¡al toro!, se tituló el libro resultante. Pues eso: mucho valor para tomar las decisiones que deberían haberse tomado antes. Y a los cínicos… ¡Que les den!