¿Qué es peor: el éxito o el fracaso?
El pasado jueves, el Parlament de Catalunya aprobó por una holgada mayoría solicitar al Congreso la competencia para realizar la consulta sobre la independencia. Lo hizo en una sesión revestida de solemnidad, que concluyó con una de las ovaciones más largas que se recuerda en la cámara autonómica y que, sin embargo, no mereció las intervenciones de los líderes de la mayoría de partidos que prefirieron hacer trabajar a sus portavoces.
Una resolución emotiva que no parece que vaya a ir muy lejos; una petición que morirá en Madrid, ante la abrumadora mayoría de PP y PSOE, tal y como han advertido ya. Otro brindis al sol. Un gesto más de los que tanto gustan en la política catalana y de los que, por ejemplo, Lluís Companys dio algunas muestras memorables. Una pose que azuza sentimientos, pero que no construye gran cosa.
A partir de aquí el escenario más previsto, tanto para las fuerzas mayoritarias españolas como para los partidos que llevan la iniciativa soberanista, es un camino con una sola dirección: el 9N. Lo más probable es que en esa travesía y ante la imposibilidad legal de realizar una consulta se anticipen las anunciadas elecciones autonómicas plebiscitarias, en el momento en que mejor convenga a CiU y ERC.
Salvo sorpresas de última hora, de las que la política está llena, el Parlament que salga de esos comicios estará liderado de nuevo por una clara mayoría nacionalista, pero esta vez elegida con un programa electoral cuyo común denominador será la independencia. El día después, nadie lo imagina ya. Seguramente, siguiendo las hipótesis más ponderadas, habrá que negociar. Lo mismo que ahora, pero en unas circunstancias mucho peores.
Que la atmósfera que envuelve las relaciones entre una buena y significativa parte de la sociedad catalana y el Estado español sólo puede empeorar y sólo va a empeorar es algo que ya ha empezado a ganar terreno en las dos orillas. Aquellos que pensaban que el conflicto desatado por Artur Mas acabaría devorándole sin más y con ello desvaneciendo la fiebre separatista se han equivocado, y cada vez son más conscientes de ello.
Artur Mas puede, efectivamente, ser hoy un político sin mucho horizonte, pero su sucesor en el liderazgo nacionalista no será alguien más proclive a la negociación con La Moncloa, sino Oriol Junqueras, el dirigente de ERC, respaldado o a rebufo, ya no se sabe, por discretos dirigentes de lo que se conoce como la sociedad civil catalana y que empujan de lo lindo hacia la ruptura, desde los medios de comunicación, instituciones culturales u organizaciones de nuevo cuño como la Assemblea Nacional Catalana, que coordina Carme Forcadell.
¿Qué puede hacer el Gobierno central? Formalmente, poco. Rajoy tiene razón cuando reconoce ante sus próximos que aunque quisiera abrir un proceso negociador no existe en estos momentos un interlocutor en Catalunya con autoridad para garantizar los posibles pactos que se pudieran alcanzar. Desde otra óptica, es difícil negociar cuando hay ya una hoja de ruta perfectamente trazada hacia la consulta.
Sería el momento de la política, claro. Pero, ¡ay!, si algo nos falta es política. ¡Cómo se echan de menos líderes como Felipe González capaz de echar un pulso y ganar un referéndum sobre la OTAN a un pueblo profundamente antiatlantista! Es, sobre todo, esa nadería política en la que se han instalado PP y PSOE –y, por supuesto, CiU- la que ha conducido a esta situación, construyendo un estado autonómico a parches, utilizando a Catalunya como un granero de votos que garantizara la estabilidad del poder central más que encajándola en una auténtica política de estado.
Puro trapicheo que ha empujado a los dos grandes partidos españoles a la insignificancia en Catalunya y a CiU a esa nebulosa ideológica donde ha acabado sumisa de los románticos y los radicales. Ese vacío político de PP, PSOE y CiU –cómo olvidar que fueron los nacionalistas tan quejosos con la justicia española los que colocaron a un personaje como el delincuente ex juez Lluís Pasqual Estevill en el Consejo General del Poder Judicial- es el que ha provocado el descrédito de las instituciones españolas.
Ahora ya parece tarde para todo, o para casi todo. Aunque la historia es prolija en situaciones que podrían ser perfectos ejemplos de los desastres a los que conduce la vulgaridad y la falta de sentido común, siempre prefiero pensar que queda un hueco para la regeneración y el triunfo de la racionalidad. Mientras tanto, en Madrid o en Barcelona, en Arbúcies o en Almendralejos, militantes de CiU o del PP o… hagámonos esta pregunta que he escuchado recientemente, aunque soy incapaz de identificar la fuente: ¿Qué es peor: el éxito o el fracaso?