Puigdemont y los radicales libres

Las decisiones de compromiso –los apaños, si lo prefieren— suelen generar mucha lírica. Es lógico: cualquier acuerdo que deje entre sus partícipes un poso de duda requiere mucha explicación. Mucha sobreactuación.

Como la que se desbordó para glosar el acuerdo in extremis que el pasado domingo puso al frente de la Generalitat a un político local que, tres días antes, era un perfecto desconocido para el 80% de la población catalana.

El insólito compuesto creado entre neoliberales y ultra-libertarios con que se que ha investido a Carles Puigdemont contiene tantos elementos volátiles, tantos radicales libres, que su capacidad para alcanzar sus fines declarados nace comprometida.

Cierto es que los protagonistas del acuerdo han recuperado impulso y pueden proclamar que el procés es más grande que una sola persona. Pero cuando se disipe el bálsamo del entusiasmo, el nuevo president tendrá que pasar de la retórica a los resultados, tarea no poco ambiciosa considerando que el objetivo –la secesión pacífica de una parte del Estado sin el acuerdo del resto— no tiene precedentes en el mundo democrático.

A Carles Puigdemont no le falta confianza para emprender la tarea: «somos una potencia internacional» dijo en la investidura. Pero podría descubrir que la fórmula que tan inopinadamente le ha puesto al frente del independentismo es capaz, con igual celeridad, de intoxicarlo fatalmente.

El nuevo govern se enfrentará a tres retos internos que ninguna lírica podrá obviar: Deberá gobernar para el presente, no sólo para el futuro; deberá hacerlo sin agendas partidistas particulares; y deberá hacerlo con un apoyo fiable de su socio parlamentario. El fracaso en cualquiera de ellos complicará el rumbo hacia Ítaca tanto como el poder del Estado sobre el que, el mismo domingo, advirtió con tono solemne Mariano Rajoy.

Los próximos meses auguran la prolongación de la tensión política hacia la independencia y la supeditación de los asuntos de la vida diaria a ese objetivo. Pero la oposición en el Parlament, las exigencias de la economía real y los límites de la paciencia ciudadana obligarán a tomar decisiones de gestión, no sólo hacer declaraciones, algo que en política siempre conlleva costes.

Y precisamente los costes, en términos electorales de futuro, serán un factor clave en la nueva legislatura. Puigdemont encabezará un ejecutivo de coalición CDC-ERC malgré soi. Un cogobierno de última hora con el que los convergentes ganan oxígeno a costa de aplazar el sorpasso que ya daban por hecho los republicanos si se repetían las elecciones.

Nadie piensa que el nuevo president sea un ingenuo. Pero es un recién llegado a la pista central de la política. Y allí tendrá como socio principal a Oriol Junqueras, el más barroco de los políticos catalanes, que le supera lo suficiente como para sentirse copríncipe de la república en construcción.

Todo el entramado se sustenta, finalmente, con la circulación extracorpórea de la CUP, anticapitalista y antisistema pero sobre todo antinómica, es decir, antagonista de si misma: primero, por alumbrar el primer empate a 1.515 conocido y, luego, por hacer posible «la corrección de lo que las urnas no nos dieron», frase infausta con que Artur Mas remeció a Alexis de Tocqueville en su tumba.

La CUP y sus impredecibles evoluciones futuras, son el electrón descontrolado de la gobernabilidad independentista, el auténtico radical libre que podría convertirse en la peor pesadilla del president.

La investidura de Puigdemont ha proporcionado un plus de regocijo al soberanismo por lo mal que ha sentado entre quienes fuera de Cataluña daban ya por enterrado el procés. Recíprocamente, el nacionalismo español la recibió con indisimulada contrariedad.  Comenzando por el PP y el gobierno en funciones, con su retén de abogados del Estado preparados para sofocar cualquier conato anticonstitucional del nuevo Govern.

Pero conviene no confundir España con el estado que la sustenta. La primera es un magma cambiante, contradictorio y consustancial al código genético de Cataluña. El Estado es, fundamentalmente, una maquinaria.

El 20D validó ambas afirmaciones en el conjunto de España y, específicamente, en Cataluña, a tenor de resultados de En Comú Podem. En algún punto aún no visible del horizonte político existe un espacio para un acuerdo que no sea una mera componenda; un verdadero pacto entre Cataluña y España que millones de ciudadanos, a un lado y otro de las rayas trazadas por la política convencional, quieren que se explore.

La investidura de Puigdemont parecería, de entrada, reforzar las posibilidades del PP para formar nuevo gobierno pese a su insuficiente resultado del 20D. Hasta ahora las rayas rojas trazadas, quizá con excesiva premura, por PSOE, Ciudadanos y Podemos parecían prefigurar sólo una gran coalición PSOE-PP o un pacto de izquierdas liderado por los socialistas pero dominado por Podemos.

Pero en los últimos días, precisamente por la nueva situación en Cataluña, los trazos parecen atenuarse y lo que antes era imposible hoy sólo es improbable. ¿Una legislatura constituyente para reformar a fondo la Constitución? Un gobierno capaz de ofrecer regeneración, cambio y reequilibrio territorial –que desean no sólo los catalanes sino otros muchos españoles— sería mucho más efectivo para desactivar el independentismo que todos los abogados del Estado, el artículo 155 y el Tribunal Constitucional juntos.

Por eso, Carles Puigdemont no debe llevar su solemne invocación al valor –«no es tiempo de cobardes»— a la confrontación sin retorno. Las piezas están colocadas ya en el tablero catalán, pero faltan las del lado español. Hasta que no se decida quién será el nuevo presidente del Gobierno, no empezará realmente la partida que determinará la futura arquitectura institucional de España.

Hasta entonces, es importante que nadie rompa nada que no se pueda reparar. El nuevo president deberá medir las consecuencias de cada paso que dé. Y también el resto de los políticos, categoría que incluye al Rey cuando sus actos tienen efectos de esa naturaleza.

La negativa de la Casa Real a recibir personalmente de Carmen Forcadell la noticia de la investidura del nuevo president fue innecesaria y perjudicó a Felipe VI. No ante quienes hace tiempo han descontado a la Monarquía sino ante quienes no lo han hecho. 

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