Puigdemont, de perdedor a mito

Con el tiempo, Puigdemont podrá volver a España. La diferencia es si lo hará por imposición de la UE o por iniciativa del Estado español

El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. EFE

Klausewitz asegura, en su famoso tratado De la guerra, que siempre es mejor dar un salto corto que uno largo, pero que sin embargo a nadie que pretenda atravesar un foso ancho se le ocurriría empezar dando un salto hasta el medio. Eso es, con toda exactitud, lo que hizo Puigdemont cuatro años atrás.

Tanto él en sus obras auto exculpatorias como su entorno atribuyen los múltiples y clamorosos errores de aquellas fechas a las presiones de sus compañeros de viaje y rivales, que pretendían hundirle o ponerle contra las cuerdas en tan difícil brete. Para nada, aún suponiéndoles las peores de las intenciones.

Baste para demostrarlo una contundente respuesta de De Gaulle a preguntas sobre si un error de grueso calibre se debía a malos consejos o informaciones equivocadas de sus hombres de confianza. “Las consideraciones son de muchos, espetó el líder, la decisión es de uno”.

En tiempos bastante más heroicos que los nuestros, los generales atenienses que perdían una batalla, una sola, se guardaban muy mucho de volver a pisar suelo patrio. No porque los vencedores le persiguieran sino porque había fallado a los suyos de manera irresponsable, estrepitosa y desde luego más que dañina para el honor y los intereses de la orgullosa Atenas.

Bueno, pues tratándose de Puigdemont todo va al revés. No hay independentista que ose echarle en cara su ineptitud como líder incapaz de tomar decisiones firmes y mantenerlas siquiera durante unas horas. Ni tan solo de recordarle que después del 1 y el 3 de aquel octubre renunció a toda acción y apostó por la mediación, o sea el diálogo, que tanto vilipendia hoy.

Hay más. Siguiendo a Klausewitz, después del 1-O cabía optar entre pasar a la acción, o sea al salto o asalto final, o bien reforzar la escasa legitimidad de tal osadía, según propios y nula según observadores internacionales, convocando unas elecciones autonómicas que sin duda el independentismo habría ganado por goleada, y dentro de la ley.

Pero no. La indecisión desembocó en quietismo. No es que nadie, ni obispos, ni presidentes, ni autoridades europeas, le engañara para que se sentara en una mesa, entonces mucho más quimérica que la presente. Es que buscaba cualquier excusa para no hacer nada. Nada que no fuera desperdiciar la energía acumulada, sentarse de brazos cruzados en medio del campo de batalla y, enajenado del fragor que le rodeaba, del cual era el principal responsable, regalar así la iniciativa al contrario.

Su actuación respondió en todo momento no la cara sino a la cruz del liderazgo, en todos los sentidos del término. Porque le venía más que grande, por incapacidad de tomar una decisión y por acabar comportándose de tal manera que podría hacerse rico escribiendo un best seller de gran éxito mundial: Manual del perfecto perdedor.

El 155 que dio alas al independentismo

De haber actuado Rajoy con mayor finura e inteligencia, eso es contentándose con el control del territorio y los servicios en vez de aplicar un 155 que salvó algunos muebles del independentismo, la famosa, ridícula y casi inefable DUI se habría disuelto como un azucarillo al comprobarse que, a primeros de año, todos los catalanes ingresaban religiosamente sus impuestos en las arcas de la Hacienda española.

Contra quienes dicen que la represión posterior al 1-O se quedó corta, cabe considerar que peor le hubiera ido a Puigdemont y los suyos si le hubieran dejado que se fundiera en la propia impotencia, puesto que no hay ridículo peor ni purga más amarga que declarar la independencia y que nadie en tu territorio, ni siquiera quienes la aplauden, te haga el más mínimo caso.

En efecto, lo que reconvirtió al inepto en símbolo, al perdedor en mito, lo que le sigue alimentando como ambas cosas, es la persistencia en detenerle y juzgarle en vez de aprender la unánime lección europea: si no se le persigue, Puigdemont no es nadie. No un fugado sino una estrella fugaz que deja para siempre de brillar después de un efímero momento, un trazo de luz en el cielo nocturno del que al poco nadie se acuerda.

Puigdemont volverá a España

Solamente los poco inteligentes que se toman la libertad de Puigdemont en Europa como una humillación a España y los que están interesados en cronificar o reavivar por interés partidista un conflicto que los propios independentistas convierten en poco menos que irrelevante con sus rivalidades, su ausencia de estrategia y sus quiméricos relatos, se opondrían a desactivar a Puigdemont con lo que tarde o temprano sucederá.

Puesto que, al igual que los condenados ahora indultados, Puigdemont podrá pasear por España como lo hace por Europa. La diferencia, lo que puede inflamar o desinflar su condición de mito, es si ese día llega por imposición de la Unión o por propia iniciativa del Estado Español y sus instituciones.

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