Puentes que la política agrieta

Existe algo que llamaríamos meta-política y que, en el caso de Cataluña como parte del conjunto de España, no está en el mejor de sus momentos. En cualquier reflexión responsable, y de haberlas las hay, tanto en Madrid como en Barcelona, una pregunta aparece y reaparece: ¿qué ha pasado para que la relación cultural y el contacto intelectual estén en uno de sus peores momentos? ¿Cómo se explica que en la España del Estado autonómico se haya extremado la contraposición cultural entre Cataluña y el conjunto de España, incluso a costa de amistades personales?

A quien esto firma le preocupa muy poco que le llamen anticuado por defender el diálogo hispánico y el marco constitucional de 1978, tanto como los precedentes de una mejor interconexión intelectual entre Barcelona y Madrid. En realidad uno piensa que es mucho más arcaico abogar por lo contrario, el distanciamiento, la desconexión, la ruptura de una conversación franca y leal que tuvo grandes momentos, algunos fructíferos y otros desaprovechados.

Por ejemplo: en las elecciones de 1901, la Lliga gana sus cuatro escaños a Cortes. El poeta Joan Maragall –y así lo cuenta su joven amigo Pijoan– entendió claramente que el enfrentamiento político que pudiese haber no debía ni podía significar la posibilidad de un mayor desentendimiento entre los intelectuales de Madrid y de Barcelona. Buscó un interlocutor significativo. Entonces, según le sugirió Pijoan, la realidad aconsejaba dialogar con la Institución Libre de Enseñanza. La idea era magnífica, como prueba el legado de la Institución, en otros tiempos tan denostada por el integrismo clerical y una derecha más reactiva que creativa.

 
Nada es irreversible y la realidad acostumbra a ser muy distinta a la demagogia

Y Maragall –como él mismo cuenta– siempre se sintió escuchado por la Institución. Es un episodio que se suma al gran epistolario Maragall-Unamuno, con un plus de regeneracionismo. Por entonces, Maragall decía: «Nosotros somos los que hacen patrias nuevas». Ortega hablaría de vieja y nueva política. Evidentemente, la fase actual es mucho menos dialogante y lo que importaría no es echarse las culpas los unos a los otros, sino ir explorando un nuevo lenguaje en común.

No hace falta echar mano de algo tan anacrónico como el krausismo, pero la necesidad de diálogo es aún de más urgencia. J. M. Corredor sostiene que «tal vez fueron Maragall y Pijoan quienes se dieron cuenta más claramente de hasta qué punto era necesario -al exacerbarse las pasiones, como suele ocurrir en el ruedo ibérico-, establecer lazos de comprensión y de cordialidad con las figuras más representativas de la cultura castellana».

Ahora para no pocos sería suficiente, con la mejor de las voluntades, con recuperar el senequismo de la conllevancia. Pero, ¿por qué dar por sentado que el diálogo es imposible? ¿A qué viene encofrarse en el fatalismo del desentendimiento? Desde luego, hemos vivido algunos episodios públicos que volverían a justificar al Maragall pesimista, pero también es cierto que nada es irreversible y que la realidad acostumbra a ser muy distinta a la demagogia. En realidad, si se quiere conversación siempre hay interlocutores.