Próxima estación política: la democracia populista

El populismo ha llegado para quedarse, al menos por una larga temporada. Las democracias tendrán que convivir con su experiencia y asumir que, quizá, será el eje de legitimidad sobre el que tenga que gravitar su existencia en los próximos años. No hay que descartar, incluso, que la democracia liberal perezca para que nazca la democracia populista.

Lo que nació como una anécdota se ha convertido en una categoría dominante. El populismo es en estos momentos un vector de transformación de la democracia desde sí misma o, mejor dicho, desde su rever-so inconsciente y sus sombras. Progresa a velocidad de crucero y se expande sin límites. Ninguna democracia está libre de su abrazo. Desde su victoria en los Estados Unidos (EEUU), gana adeptos cada día. La capacidad para restarle fuerza es muy escasa. 

La emocionalidad en la que vive instala-do el conjunto de Occidente no lo pone fácil. De hecho, da alas al populismo ya que sintoniza con las pulsiones que subyacen en el inconsciente de sociedades que han encontrado en él la válvula de escape política a través de la que canalizar malestares, miedos y angustias muy diversas.

Hablar de populismo es, por tanto, invocar una respuesta a un mundo que ha dislocado la coherencia moderna de su relato. En ello han influido las crisis que Occidente ha ido acumulando a sus espaldas desde la crisis de seguridad que comenzó en 2001 y que desembocó en la económica de 2008. Este sumatorio de crisis ha dejado a la sociedad sin esperanza ni horizonte de progreso. Ha sacado a la luz deficiencias sistémicas que han inoculado decepción acerca de la institucionalidad democrática y la política en general, aquejada de escándalos de muy diverso tipo, que han evidencia-do su falta de ejemplaridad y la urgencia de afrontar reformas profundas en su funcionamiento a la hora de devolverle la capacidad de liderazgo público que no tiene en estos momentos.

Pero nos equivocaremos si pensamos que el populismo puede ser reseteado fácilmente mediante una política que restablezca la credibilidad perdida. No, su aparición ha removido demasiados cimientos. Ha evidenciado que las democracias occidentales están expuestas a una crisis epistemológica muy profunda acerca de cómo quieren afrontar el mañana, cuáles son sus prioridades de vida colectiva y sobre qué fundamentos desean garantizar la paz social en un mudo híper fragmentado y pixelado en sus experiencias de comunidad.

Este es un dato fundamental para evaluar lo que nos deparará el populismo de cara al futuro. Un dato que avala una hipótesis real que no debemos descartar: que la democracia mute de sus fundamentos liberales a otros populistas. En este sentido no hay que rechazar la idea de que, en su evolución histórica, la democracia afronte una nueva estación política. Una evolución de sí misma que responda a las demandas de una sociedad que ha visto cómo se alteran los fundamentos intelectuales, morales y epistemológicos que hilan el relato de comunidad que la organiza.

De hecho, el horizonte de la democracia más posible es que pase a convertirse en un sistema de convivencia basado en una idea de pueblo reforzada alrededor de un liderazgo cesarista que diluya la institucionalidad del Estado de derecho y el marco de seguridad jurídica liberal. Una democracia sin límites, basada en una estructura normativa de emociones y donde la homogeneidad vaya desplazando al pluralismo; la intolerancia a la tolerancia; y el predominio irreflexivo del mayor número a los consensos deliberativos que agrupan minorías en una mayoría. En fin, una democracia de máximos en la imperatividad cuantitativa de las mayorías sobre las minorías y de mínimos en la vigencia cualitativa de una estructura de derechos que limita al poder y garantice la heterogeneidad frente a la normalización.

Precisamente este último rasgo distintivo es lo que puede hacer que la democracia populista vaya más allá del vector sobre el que desarrolla su inercia de cambios y adoptar una fisonomía personalista a través del cesarismo. De hecho, las democracias que visten el ropaje populista, lo impulsan a lomos de líderes con personalidades abrasivas y que combaten las resistencias liberales y la institucionalidad que se opone a sus políticas. El caso de Donald Trump en EEUU es paradigmático y es ya un ejemplo que otros líderes imitan tanto en Europa como en América. Hablamos de un cesarismo postmoderno. Un liderazgo que desarrolla una política de gestión de emociones que no busca resolver problemas, sino dar respuesta sentimental a las incertidumbres de un pueblo que no quiere sentirse solo ya que demanda el contacto directo y afectivo de una política que explique el mundo aunque no resuelva sus problemas.

Estaríamos hablando, por tanto, de otra estación política, está más allá de la democracia populista. Un destino más complejo aún y más inquietante. Una evidencia de que la política democrática en el siglo XXI se ha convertido en un reverso de la racionalidad deliberativa en la que se fundó. Quizá haya que pensar que la solución no es desandar el camino de estos años, sino en hacer evolucionar críticamente el sistema democrático que traen las incertidumbres y los malestares de nuestra época populista.