¿Posverdad, populismo? ¡Fascismo!

Del pensamiento líquido hemos pasado al pensamiento gaseoso. Esto es la posverdad, que según la definición dada por el Diccionario Oxford a este neologismo «denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal». Porque de unos años a esta parte asistimos a un cada vez más alarmante proceso de devaluación de la verdad.

Lo importante, lo realmente relevante, no es ya lo que sucede sino lo que la gente cree o piensa que sucede. Sin duda contribuye en gran medida a ello las más potentes redes sociales, pero también todos o casi todos los grandes medios de comunicación, en los que desde hace años la información se ha banalizado y trivializado a través del infoternaiment, esto es la información concebida como una forma más del entretenimiento. De ahí a creer antes en lo que nos agrada o satisface que en lo que es real hay solo un paso. Y la posverdad nos conduce al populismo.

Zygmunt Bauman escribió que «la vida líquida es una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante». Esta es la vida de la inmensa mayoría de lo que Antonio Gramsci definió en su tiempo como las clases subalternas, que como consecuencia de la gravísima crisis económica de estos últimos años son fundamentalmente los trabajadores y la clase media de casi todos los países desarrollados; además, evidentemente, de la inmensa mayoría de la población mundial, que vive o apenas sobrevive en los países subdesarrollados.

La combinación entre un pensamiento líquido reconvertido en poco menos que gaseoso y la entronización de la posverdad como norma de un mundo tan globalizado como sometido al dominio cada vez más banalizado de los grandes medios de comunicación está en la base del crecimiento exponencial de los populismos de un signo u otro.

Históricamente los populismos se han basado en pretender atraer a las clases populares, esas actuales clases subalternas entre las que figuran también las clases medias. Y ahora se afanan en agradar a la ciudadanía aparentando que defienden sus intereses.

Esto conduce a todo tipo de excesos, sobre todo porque este mundo globalizado en el que vivimos está asistiendo al definitivo fin de un colonialismo que se había mantenido incólume durante los últimos cinco siglos, con lo que ello comporta de fin también del supremacismo blanco en todo el mundo.

Como corolario de todo ello, los masivos procesos actuales de migración crean entre las ya citadas clases subalternas el creciente temor a la posible competencia de una mano de obra poco menos que esclava, tanto en sus países de origen como en el mundo entero.

¿No se asemeja todo ello a lo sucedido hace más o menos un siglo atrás, en el periodo de entreguerras y en especial después de la gran crisis económica de 1929, con las trágicas consecuencias sufridas por millones y millones de personas? ¿Tan pronto hemos olvidado que, como nos dejó escrito Hannah Arendt, «el súbdito ideal del reino totalitario no es el nazi o el comunista, sino aquel para el que la distinción entre falso y verdadero ya no existe»?

¿Qué decimos en Europa de cualquier dirigente político que se proclama xenófobo, racista, supremacista, islamófobo, antisemita, antifeminista, antiabortista, fundamentalista y ultranacionalista? ¿No le definimos como fascista? ¿No eran realmente así Hitler y Mussolini? Pues ahora a Donald Trump le definimos como populista.

Lógico en la época de la posverdad, cuando la devaluación de la verdad nos impide llamar al fascismo por su nombre.