El ego supremacista del nacionalismo catalán

El nacionalismo catalán ha tomado las calles para hacer suyas todo tipo de reivindicaciones, destilando un ego que ignora cuanto le rodea

¿Qué más quieren? ¿Por qué el nacionalismo catalán impulsa en 2006 un estatuto que es una vía abierta al recurso de inconstitucionalidad y la confrontación permanente con el Estado? ¿Por qué se empeña sistemáticamente en romper la baraja?

¿Por qué se empecina en fulminar el Estado de derecho con premeditación, nocturnidad y alevosía? ¿Por qué tiene la deslealtad por bandera? ¿A qué vienen tantas pretensiones? ¿Quiénes se creen que son?

¿Qué esperaban? ¿Quizá creían que el Estado de derecho cedería? ¿Quizá pensaban que el Estado de derecho no se defendería con los instrumentos propios de la democracia?

¿Acaso confiaban en que la comunidad internacional acabaría forzando al Estado para que negociara no se sabe qué con quien dinamita la democracia y la legalidad constitucional? ¿En qué mundo viven?  

Con el transcurrir del tiempo, el freudiano narcisismo de las pequeñas diferencias que padece el nacionalismo catalán –“el apasionamiento hacia la propia persona”, aclara el psiquiatra vienés- deviene una suerte de complejo de superioridad identitario que daría derecho a todo.

¿Por qué?  El nacionalismo catalán contesta: por ser lo que somos y representar lo que representamos. Un caso clínico. Un caso especial de principio del placer que se conceptúa como realización imaginaria del deseo.

Una proposición que debe ser probada –Cataluña es una nación- se considera, sin más, como verdadera o irrefutable por definición

El supremacismo nacionalista catalán tiene dos convicciones encadenadas que lo definen: por un lado, la certeza de la preeminencia de la nación catalana sobre la inexistente nación española; por otro lado, la certeza de que España -que no sería una nación- es un Estado fallido, antidemocrático y excluyente.

Una anomalía histórica, se ha llegado a decir. De ahí, la superioridad de la nación catalana sobre la entelequia española.

Por ser lo que soy  

El supremacismo nacionalista catalán empieza con una petición de principio: “Cataluña –a diferencia de España, que a lo sumo sería una realidad plurinacional- es una nación”. El detalle: una proposición que debe ser probada –Cataluña es una nación– se considera, sin más, como verdadera o irrefutable por definición.

Y cuando el nacionalismo catalán se explica –Cataluña es una nación, porque tiene una lengua, una cultura, una historia o una identidad propias-, incurre en otra petición de principio que “demuestra” lo que ya da como demostrado ab initio. ¿Por qué? Porque, Cataluña es lo que es. Y punto.

A quien hable de golpe a la democracia, a quien diga eso, el nacionalismo le responde que el problema no es de la suprema Cataluña, sino de la España siempre autoritaria

El supremacismo se percibe, igualmente, cuando el nacionalismo catalán –por ser lo que es- afirma que Cataluña tiene “derecho a decidir” o a ejercer el derecho de autodeterminación reconocido por la ONU. Un par de falsedades, porque el dicho “derecho a decidir” no existe y Cataluña no reúne los criterios exigidos por la ONU para ser sujeto del derecho de autodeterminación.

Pero, eso, al nacionalismo catalán –la culpa es de la ONU y del derecho internacional-, le da igual. ¿O acaso Cataluña no es una nación que tiene derecho a todo por ser lo que es? Como si España, la Unión Europea, la comunidad internacional y la ONU les debiera algo. Sigue el supremacismo.

Y hablan de revolución cuando lo suyo es la reacción. Una vuelta al pasado –el retorno de la tribu y su vocación totalista– que todo lo contamina o fractura. Cataluña, ¿un solo pueblo? El nacionalismo catalán sacrifica a más de la mitad de la población en beneficio de sus particulares intereses.

A todo ello, habría que añadir las pretensiones de un nacionalismo convencido de que Cataluña ha sido la primera democracia occidental, o que Cataluña es un sujeto soberano con derecho a incumplir las resoluciones de los altos tribunales, o que el “proceso” es la quintaesencia de la democracia.

Todo ello, en virtud del ser que atesora. Y a quien hable –aunque sea en términos de presunción- de deslealtad, rebelión, sedición, prevaricación, desobediencia, malversación, golpe a la democracia o políticos presos; a quien diga eso, el nacionalismo le responde que el problema no es de la suprema –siempre pacífica, siempre cívica y siempre democrática- Cataluña, sino de la España siempre autoritaria.

En definitiva, «Nosotros» (con mayúscula) y «ellos» (con minúscula). Y, sobre todo, lo «Nuestro». ¡Hasta las calles son siempre nacionalistas!    

Víctimas de su ego

En buena manera, el supremacismo –como su consecuencia: el “proceso”-, más allá de una falsa percepción de la realidad, es el resultado de la teoría y la práctica de unos personajes que son víctimas de su ego, de sus propias ficciones y de la búsqueda de la gratificación inmediata.

Una ficción que –emociones y sentimientos y mentiras y engaños: populismo- ha colonizado –adoctrinamiento y reeducación- a una parte importante de ciudadanos de Cataluña.

El nacionalismo catalán convierte la realidad en una triste y engañosa caricatura. ¿Cómo administrar la frustración?

De ahí, que el nacionalismo catalán sobrevalore sus fuerzas y minusvalore las de España. Pero, ni Cataluña es un león de hierro ni España es un tigre de papel. Otra falsa percepción de la realidad que ha traído sus consecuencias.

Pero, el nacionalismo catalán –por mejor decir, una parte del mismo que es incapaz de rectificar o aparentar que rectifica ahora que el “proceso” ha colapsado- insiste y persiste. Y convierte la realidad en una triste y engañosa caricatura. ¿Cómo administrar la frustración?

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