Por un país aburrido

Existe una cuestión que debería ser desterrada cuanto antes. Los académicos han demostrado que los pueblos no tenemos unas características especiales que nos hagan tan singulares. Es decir, que los españoles no debemos cruzarnos de brazos y decir, sin más: es que somos latinos, y ya se sabe. ¿Qué quiere decir ese Ya se sabe? Es cierto también que muchos españoles se comportan cada día como un disciplinado danés, y que algunos daneses o noruegos –recuerden casos muy desgraciados en los últimos años– pueden actuar de forma anárquica y poco responsable, según el tópico del buen mediterráneo.

Acemoglu y Robinson lo han constatado en Por qué fracasan los países (Deusto), un libro que quedará, que se estudiará durante años. La idea central es que lo más importante es la organización de las instituciones, el aparato que un país sepa construir, para, siempre desde el consenso, ir avanzando y rectificando aquello que no funciona del todo bien.

No se trata de cuestiones religiosas, ni culturales. Se puede ser católico y estar muy bien organizado. En Alemania la mayoría es católica, no protestante. Y los lander de mayor tradición católica presentan el mismo dinamismo económico, o mayor, que los de tradición protestante. Por tanto, debemos desaprender las lecciones de la juventud. Es hora de cambiar.

Viene a cuento esto porque, desgraciadamente, cada vez que se aproximan unas elecciones generales en España pasan cosas. Ciertamente, no se trata de un atentado, ni del terrorismo islámico ni de ETA. Pero no es nada positivo que alguien golpee al presidente del Gobierno y candidato del PP. Rajoy es nuestro presidente. Y lo será el que surja de las urnas, después de los posibles pactos, el próximo domingo. Y lo es en Cataluña el señor Artur Mas. Y lo será el que surja de los próximos acuerdos, o el que los ciudadanos voten en unas futuras o inmediatas elecciones catalanas.

A la política no hay que pedirle grandes cosas. Y quizá ese ha sido un error en España, lógico, por otra parte, después de tantos años de dictadura. Hay que crear ilusiones y proyectos colectivos, sí, pero lo importante es ofrecer las herramientas para que cada uno de nosotros actúe según su propia concepción del bien.

En España ahora todo está en convulsión. Se quiere cambiar todo. Y se entiende a la perfección muchas de las demandas sociales, en gran parte por la falta de empatía del actual Gobierno en todos estos años de crisis. Las patronales buscan su lugar, como explicamos en los casos de Foment y Pimec; los partidos tradicionales están desorientados. Los líderes desde la transición, como Duran Lleida, buscan cómo rehacer sus espacios.

En ocasiones todo esto es lógico. Pero no perdamos las cosas esenciales. Fuera de España, los que analizan cada dato, cada logro de la sociedad española desde hace más de 40 años, se frotan los ojos por ese espíritu hispano tan cainita.

Por un país aburrido.