¿Por qué soy del Atleti?
No recuerdo de pequeño haber preguntado nunca a mi padre, quien me inoculó este dulce veneno, por qué éramos del Atleti, como hace el niño del ya famoso vídeo de la Sra. Rushmore, una agencia de publicidad colchonera hasta donde duele. Lo que sí tengo en la memoria, sin embargo, son las veces que me han hecho esa pregunta en las diferentes ciudades donde he estado viviendo e incluso las que me lo he preguntado a mí mismo, estando como estoy tan alejado de todo aquello que signifique una adhesión inquebrantable, como supone “ser” de cualquier equipo de fútbol (ya saben aquello de que se puede cambiar de ideología y hasta de mujer pero nunca de los colores del club al que se ama).
Nunca he sabido qué responder. No tengo un argumentario mínimamente sólido que apoye una explicación. Pero soy del Atleti. Lo he sido incluso en los momentos que podrían ser más vergonzantes, como cuando el franquismo lo utilizaba con descaro como opio para el pueblo, o como cuando al frente había personajes tan patéticos como Jesús Gil y Gil o el inefable doctor Alfonso Cabeza, un histrión que quizás hoy parecería soso ante algunos personajes de la fauna televisiva actual.
Pero si tuviera que elegir algún rasgo de todo aquello que compone la idiosincrasia del Atlético de Madrid con lo que más cómodamente me identifico sería sin duda el comportamiento que la afición ha tenido en determinados momentos. Esas situaciones me han puesto la piel de gallina y me han hecho sentirme orgulloso de esa pertenencia a un club: lo sucedido el pasado miércoles tras la victoria ante el Barça, lo que ocurrió en la final de la Copa ante el Sevilla que perdió y el trance del descenso a Segunda División.
En el 2000, el Atlético de Madrid perdió la máxima categoría en un año marcado por la intervención judicial ante las supuestas irregularidades detectadas en la gestión de Jesús Gil. En la categoría inferior, contra todo pronóstico, el club aumentó su número de abonados hasta los 45.000. Inaudito. En el 2010, perdió la final de la Copa del Rey por 2-0 frente al Sevilla. Al finalizar el encuentro, decenas de miles de aficionados se mantuvieron en sus asientos aplaudiendo, vitoreando y obligando a los jugadores a permanecer en el campo unos 10 minutos. Cualquier persona que hubiera visto el vídeo de las gradas o escuchado simplemente el audio de ese final habría jurado que el campeón era el equipo madrileño.
La semana pasada, antes, durante y después del partido que acabó con la eliminatoria de la Champions del Barça, las dos aficiones dieron todo un recital de lo maravilloso que puede ser este deporte. Culés y colchoneros aplaudieron al equipo que consiguió la victoria, se intercambiaron las camisetas (una hora después, en Neptuno, el centenar de jóvenes atléticos que celebraban la clasificación llevaban en su mayoría la camiseta cuatribarrada del club catalán) y los jugadores del Atlético de Madrid saludaron a las gradas de sus seguidores y a los del equipo contrario que tan noblemente les reconocían como vencedores. En Twitter, la directiva del Barça felicitaba a su contrario y éstos inmediatamente respondían y el hasta #AtletiBarca conseguía más de 12.000 tuits.
Me emociona ese comportamiento de equipo pobre, que disfruta más que nadie las victorias porque le son muy caras, alejado de pompas galácticas y eufemismos nacionalistas. Apenas un club de fútbol. Nada más que un equipo que no pretende representar ninguna esencia, sólo competir (“ganar, ganar y volver a ganar”, que diría Luis Aragonés) y que sabe que sin presupuestos multimillonarios sólo puede conseguirlo a partir del esfuerzo colectivo y la solidaridad entre todos sus estamentos (“si hay que sufrir, se sufre”, según el Cholo). Un equipo, ante todo. Sólo un equipo.
En esos momentos, es cuando más me siento del Atlético de Madrid. Como me podría sentir de una cofradía o un club ajedrecista que encarnara esos valores, alejados de cualquier pretensión, absolutamente entregado y competitivo en el juego y, al acabar éste, generoso en el reconocimiento del esfuerzo de los propios y los ajenos. Desde la humildad, lejos de los poderosos y de los guapos, pero dispuestos a defender con uñas y dientes cada palmo de terreno. Por eso soy del Atleti, ahora lo tengo claro.