¿Por qué preferimos la confrontación al pacto?
Al grito de dejadme sólo, el gobierno del PP apostó toda la credibilidad obtenida en las pasadas elecciones –hace sólo un año, aunque nos parezca una eternidad–, concentrando en los primeros meses sus propuestas más duras y contundentes en los frentes laboral, financiero y presupuestario, creyendo que una mejoría a finales de año permitiría absorber el descontento social sin demasiado esfuerzo ni coste electoral.
Como se va demostrando mes a mes, y nos lo anticiparon los organismos económicos internacionales, la apuesta y el cálculo han sido equivocados. La crisis no sólo se prolonga, sino que se agrava. Las duras medidas decretadas de forma atropellada quedan amortizadas y engullidas por la triste realidad que cada día provoca la desesperación entre colectivos que van entrando en situaciones de pobreza. La inseguridad y el pesimismo van calando en el conjunto de la sociedad y nos va convirtiendo, en el mejor de los casos, en un país cabreado e indignado y, en el peor, en una sociedad triste. Dentro de nada pasaremos a ser una sociedad acomplejada que oye las riñas desde Washington, Berlín, Bruselas, París o Pekín y los consejos como si fuera el tarambana de la familia.
Sería muy útil la pregunta de, si es posible que justo ahora, en el momento más difícil y peligroso de nuestra reciente historia democrática, cuando las circunstancias exigen más que nunca el esfuerzo común y sólidos puentes de diálogo, que la realidad sea justo lo contrario. Que estemos viviendo las peores formas de sectarismo y prepotencia gubernamental, y que las relaciones entre las fuerzas políticas y entre los agentes sociales sean, por decirlo suavemente, distantes, cuando no nulas. Alguien debería diagnosticar a esta sociedad que ante las dificultades prefiere la confrontación y el desacuerdo en todos los ámbitos y niveles, político, social, y también territorial.
Quizá el diagnóstico ya esté hecho y el resultado de nuestra particular cultura política sea que los acuerdos generan mala conciencia, rupturas y decepciones entre las organizaciones políticas y sociales, mientras que la confrontación y el desacuerdo solidifican la cohesión interna, y quizá por ello sea más fácil gobernar con aparente firmeza y en solitario, disimulando el miedo y la inseguridad que conlleva tener que compartir soluciones en momentos particularmente graves cuando eso es, en el fondo, la esencia misma de la democracia.
Lo explica muy bien Daniel Innerarity en su excelente articulo: «La importancia de ponerse de acuerdo» publicado en el El País el pasado 19 de octubre cuando dice: «Una democracia, más que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. Ahora bien, en asuntos que definen nuestro contrato social o en circunstancias especialmente graves los acuerdos son muy importantes y vale la pena invertir en ellos nuestros mejores esfuerzos. Los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos; cuanto más polarizada está una sociedad menos capaz es de transformarse…»
Mientras, se inician discusiones para nuestra «segunda transición política», se abren debates identitarios o recentralizadores y se prometen arcadias felices y mágicas frente a problemas complejos o irrumpen absurdas intenciones de españolizar a los niños en las escuelas, inventamos himnos patrios y colgamos banderas en los balcones; se ensalza como nunca los patriotismos, como nunca también vivimos la mayor evasión de capitales, se insinúan boicots a nuestro propios productos porque son de allí o allá o vemos como unas comunidades autónomas menosprecian a otras llamándoles vagos; se grita que los impuestos son un robo o un expolio fiscal. Mientras, no pocos medios de comunicación alientan el todo vale, incluidas mentiras y difamaciones hacia los principales líderes sindicales con la más indigna de las campañas en el objetivo de verlos desaparecer, mientras nos dedicamos a debilitarnos a nosotros mismos, a nuestras organizaciones e instituciones democráticas hasta que consigamos que nada ni nadie sirva para nada.
El resto del mundo, en particular nuestros vecinos, van reforzando sus instrumentos de diálogo entre patronal y sindicatos reforzando sus instituciones de cooperación social, y como dijo el revolucionario, «nos esperan caminando». Caminando y trabajando en temas tan trascendentales como el impulso a su industria, el diálogo social, la formación, y el apoyo a la pequeña y mediana empresa. Así camina Francia, donde el pasado 5 de noviembre se presentó el resultado de un profundo trabajo previamente a discutir a partir de ya por sus agentes sociales el llamado PACTE POUR LA COMPÉTITIVITÉ DE L’INDUSTRIE FRANÇAISE. Y así camina también Italia, donde se han iniciado las negociaciones para la consecución del ACCORDO SULLA LINEE PROGRAMMATICHE PER LA CRESCITA DELLA PRODUTTIVITA E DELLA COMPETITIVITA IN ITALIA’.
Mientras nosotros hablamos de una segunda transición política, ellos hablan de la doble transición industrial que está cambiando radicalmente los modos de producción y las condiciones de competitividad; hablan de cómo pueden reforzar las muchas empresas que ya están integradas en redes; de revoluciones tecnológicas, del mañana digital, de Internet que ya hoy en día está alterando profundamente las formas en que se diseñan y fabrican productos y la nueva realidad del trabajo colectivo, hablan, estudian y negocian mucho sobre cómo reforzar a las pequeñas y medianas empresas. Lo hacen porque han entendido que hoy el partido de su futuro se juega en la innovación y la calidad, en el espíritu empresarial y la asunción de riesgos, en romper las barreras y trabajar juntos para mejorar las habilidades, creando nuevos espacios para el diálogo y estimulando la inteligencia colectiva.
Nosotros a lo nuestro y tranquilos, nos esperan caminando.