¿Por qué lo llaman estabilidad, cuando quieren decir ‘statu quo’?
Con un punto de frivolidad, un mucho de improvisación y una dosis nada desdeñable de cinismo, los dos grandes partidos y un amplio grupo de corifeos (entre los que ocupan lugar destacado algunos medios) se han abrazado como un náufrago a un flotador a una hipotética reforma de la ley electoral.
La excusa es la amenaza de inestabilidad que supuestamente se cierne sobre las administraciones españolas. A ese bálsamo de Fierabrás se encomiendan, con más o menos descaro, tanto el PP y el PSOE como otras fuerzas menores. Y cuanto más la invocan más dan la sensación de que confunden, como malos estudiantes, estabilidad con statu quo. Ah, luego no se trata de defender la estabilidad, sino una muy concreta, la suya.
No se han molestado siquiera en preguntarse si esa estabilidad que ahora añoran es, tal vez, la causa del descrédito de la cultura política. De lo que tan persistentemente habían venido avisando un sinfín de sondeos –empezando por el más completo y oficial, el del CIS. De esas lluvias estos lodos.
No se enteran, o no quieren enterarse. No se derrumba ese statu quo (en el que tan bien habían vivido) porque de pronto vientos huracanados arrastren gérmenes extraños hasta las calmas aguas de la política española. Ni se ha encontrado ninguna extraña mutación genética (la corrupción es otra cosa) que derribe la aparente salud del sistema. No es el ébola. Ha sido su propia incompetencia y la escasa calificación que sus líderes merecen a los ciudadanos lo que carcome esa pretendida y ahora adorada estabilidad.
Como toda respuesta ante la amenaza de los emergentes han decidido ponerse antes la venda que la herida. Frente a la pérdida de votos y escaños: nueva ley electoral. Así, a martillazos. Una reforma para que en las instituciones gobiernen las fuerzas más votadas (¿también en Barcelona?), de forma directa o a través de una segunda vuelta, o… vaya usted a saber para qué.
Pero si en Cataluña, donde llevan desde el principio de la autonomía sin una ley electoral propia (¡Y quieren preparar estructuras de estado propias!) son incapaces de ponerse de acuerdo en el reparto de escaños.
¿Una nueva ley electoral sólo para ver quién se queda con el sillón presidencial? Parece que las preocupaciones apenas llegan hasta ahí. Puestos a pensar en serio en una reforma de la representación política, digo yo que habría que discutir sobre temas como las listas abiertas, el voto imperativo de los diputados, las circunscripciones, etc. Pero no. Es evidente. No están hablando de amor, sino de sexo. Está bien, pero no es lo mismo.
Ver a la candidata del Partido Nacionalista de Andalucía (perdón, quería decir del PSOE andaluz) culpar a diestro y siniestro de su propia incapacidad para lograr la abstención de uno de los cinco grupos parlamentarios… resulta, cuanto menos, patético.
Para hacerse una idea de la firmeza de su discurso basta con viajar de las palabras llenas de promesas y carantoñas a todos los grupos de su primera intervención; al tono culpabilizador y sin autocrítica de esta semana. Del acuerdo con Ciudadanos sobre un decálogo anticorrupción a considerar éste papel mojado ante la exigencia de los primeros de firmar para su obligado cumplimiento.
Como sospechábamos, ni Susana Díaz, ni Rajoy, ni Pedro Sánchez, se han enterado de que los tiempos han cambiado. Y parece que esos nuevos aires han venido para quedarse. Que no va a bastar ya con pactar notas de prensa sino que habrá que hacerlo sobre acuerdos concretos en programas o en apoyos.
No se han enterado. Y lo peor, lo más triste de todo, no es que no se hayan enterado de lo que les está diciendo el CIS, los sondeos preelectorales y hasta sus seres más queridos. Sino que no quieren enterarse, quizás porque no saben más. Eso es realmente lo más duro para los que por razones de edad, como yo, o de sentido común (espero que también) amamos y deseamos la estabilidad de verdad.
Había un chiste que decía que un alcalde, dirigiéndose a sus conciudadanos, les espetaba: «O yo o el caos». A lo que los reunidos, hartos ya de su mandatario, gritaban casi al unísono: «El caos, el caos». El alcalde, dispuesto a salirse con la suya a cualquier precio, les respondía: «Pues os jorobáis que el caos también soy yo».
En la España del 2015, al parecer los ciudadanos han decidido probar varias formas de caos posibles. Pero ellos no tienen la culpa.