Por qué un referéndum lleva al abismo
Asegurar que es más democrático convocar un referéndum que unas elecciones es caer en el más abyecto populismo
En las sociedades actuales se identifica la democracia con el gobierno del pueblo, por oposición a las dictaduras o los regímenes autoritarios, en los que los ciudadanos no tienen derecho a participar en las decisiones políticas.
No es, la democracia, un sistema que tenga una larga historia, aunque algunos sitúen su origen remoto en la Grecia antigua (ni soñarlo, pese a lo alegado repetidamente el ingeniero y primer ministro Tsipras, en la Atenas clásica sólo participaba de tan excelso régimen poco más del 10% de la población, ya que estaban excluidas las mujeres, los esclavos y los metecos). Ni tampoco está extendido por todo el mundo.
Tampoco existe unanimidad para determinar cuándo comienza la democracia moderna, si en Inglaterra con la consolidación del parlamentarismo, con la independencia de las colonias americanas o en la Francia revolucionaria. Y tampoco se organiza de la misma manera la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos en todos los estados democráticos. Ya con Rousseau se distinguía entre democracia representativa y democracia participativa, entendidos ahora, incluso en el mismo Tratado de la Unión Europea, como sistemas complementarios más que alternativos.
Ahora identificamos generalmente la democracia con el sufragio universal, pero no siempre ha sido así. Cuando Alexis de Tocqueville analizaba la democracia en América (1835-1840) decía “Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones”.
La igualdad era, desde su perspectiva, la esencia de la democracia, no la libertad ni la participación. Y es que en aquellos tiempos no existía el sufragio universal en ningún lugar del mundo, pues era censitario y sólo podían votar a los cargos electos los hombres que estuvieran en el censo de propietarios y rentistas (nobles en gran parte, hasta que fueron, progresiva o revolucionariamente, reemplazados por la burguesía industrial y mercantil), los altos cargos del clero y determinados grados militares.
Se identifica la democracia con el sufragio universal, pero no siempre ha sido así
Ciertamente, la lucha por el sufragio universal, masculino primero y genuinamente universal cuando las mujeres pudieron, también ellas, ejercer ese derecho, ha sido larga y complicada. Burgueses primero, obreros después y también las sufragistas posibilitaron lo que hoy, en nuestro paraíso europeo, nos parece algo tan natural que olvidamos que más de la mitad de la población mundial no pudo ejercerlo hasta hace muy poco tiempo. Y que todavía hoy en día millones de personas no pueden elegir a sus gobernantes en China, Arabia Saudí o Corea del Norte por ejemplo. O que en múltiples países en conflicto, en Oriente próximo o en África central, es prácticamente imposible expresar el voto con libertad las escasas veces en que la situación permite que se convoquen elecciones.
Ciertamente, contar con elecciones libres, en las que, además, valga lo mismo el voto de cada persona, es el reto al que nos enfrentamos en el momento de organizar los sistemas electorales, es decir, la traducción de votos en representantes, ya sea para elegir parlamentos y ayuntamientos (o presidentes en su caso). En ello resulta básica, la definición del modelo de las listas electorales, la determinación de las circunscripciones, la fijación de los escaños a repartir, si hay una o dos vueltas, si optamos por la proporcionalidad o por reforzar a los partidos o grupos mayoritarios, etc.
La combinación de estos indicadores, así como otros elementos configuradores del sistema electoral, como puede ser la necesidad o no de haber obtenido un porcentaje mínimo de votos para poder optar al reparto de puestos o el conferir primas de representación a los partidos mayoritarios, determina el modelo por el que se rige cada país en cada tipo de elecciones. Según cómo se organicen estos elementos, podemos conseguir sistemas de elección muy distintos, todos ellos democráticos, que se tienen que fijar en las leyes electorales.
De ello depende, por ejemplo, que se favorezca la formación de parlamentos pluripartidistas o que se tienda a obtener mayorías absolutas. Por eso es tan importante que estas leyes se adopten con el máximo consenso posible, para que no respondan a coyunturas específicas y para que la ciudadanía las perciba como legítimas. Se trata de elegir a nuestros representantes, es decir, llevar a la práctica la democracia representativa de la mejor manera posible: hacer que cada persona tenga un voto y que el voto de cada una tenga el mismo valor. El segundo punto, el igual valor del voto, es el que más cuesta de organizar y garantizar, de ahí que insista en ello reiteradamente.
Las leyes se deben adoptar con el máximo consenso posible, para que no respondan a coyunturas
Pero el voto es una institución jurídico/política que también se utiliza para consultar directamente la opinión de la población en un asunto concreto, es decir, instaurando un elemento de democracia directa, cono es la organización de un referéndum. En este caso no se está decidiendo la composición de un parlamento o un ayuntamiento, ni de elegir un presidente, pues se trata de expresar si se está o no de acuerdo con una medida política determinada. Las opciones son simples: se está de acuerdo o no. Se vota sí o se vota no. Y gana la opción que tenga más votos.
La sencillez del referéndum, sin embargo, es aparente. Para que sea realmente operativa, esta institución debe obedecer, como los sistemas electorales, a ciertas reglas. Según los estándares internacionales por los que debemos regirnos (véase el Manual de buenas prácticas sobre los referendos de la Comisión de Venecia), es imprescindible que existan previsiones constitucionales para ello, además de una ley reguladora de su práctica que esté en vigor como mínimo un año antes de que se realice tal consulta y que cuente con determinados indicadores.
Por ejemplo, la pregunta debe ser clara (dado que hay que responder sí o no, sin matices), la consulta debe realizarse sobre materias permitidas (los asuntos tributarios suelen estar excluidos) y las autoridades que lo convocan deben ser neutrales, facilitando el debate con igualdad de armas entre las distintas posturas. Además, en los pocos países en donde el ordenamiento jurídico regula la posibilidad de una secesión, se requieren amplias mayorías reiteradas para que ello pueda considerarse válido y legítimo, porque se trata de decisiones de suma importancia que requieren un amplio consenso social, no sólo político.
Un referéndum responde a una lógica aparentemente sencilla con el riesgo de las emociones
Ello implica que hay que explicar muy bien a la ciudadanía lo que se quiere preguntar, que no hay que tener prisas y que se le tienen que proporcionar todos los elementos necesarios para que pueda decidir conscientemente y en libertad. Todo ello es necesario para que la expresión de la voluntad popular no responda a elementos plebiscitarios o emocionales, más cercanos a la adhesión o rechazo a los líderes que convocan la consulta que a la expresión de una opinión fundada sobre lo que se pregunta. Adela Cortina acaba de explicar en los medios de comunicación los riesgos que conllevan, para la democracia, las consultas emocionales.
El Govern y los partidos que le dan apoyo saben perfectamente, porque se les ha dicho por activa y por pasiva, que no va a haber referéndum de autodeterminación o de secesión(llamemos a las cosas por su nombre, aunque quieran revestirlo de «consulta» o de «proceso participativo») no sólo por anticonstitucional, ilegal y contrario a los estándares internacionales, sino porque es un instrumento político inadecuado en el contexto en que nos situamos: Los referendos son adecuados para finalizar procesos, como puede ser una reforma constitucional o estatutaria, discutida y avalada por una mayoría política que ha reflexionado previamente en conjunto y llegado a conclusiones plausibles con las mayorías requeridas, y que precisa de una intervención de la ciudadanía para refrendar lo que la política primero avaló, para asegurar que representantes y representados están de acuerdo con lo que se ha trabajado y acordado previamente. Incluso podría ser útil un referéndum sobre una política concreta que se quisiera emprender en cualquier materia sobre las que existiera competencia para hacerlo, si ello fuera precedido de un debate serio, plural, con igualdad de armas, con toda la información sobre la mesa, haciendo razonar y no incitando a peligrosas emociones.
El referéndum divide sin ninguna razón de peso a la sociedad en dos bandos
No tienen ningún sentido un referéndum «de entrada», que no tiene contenido alguno porque ninguna fuerza política de los del «si» presenta formalmente un proyecto político de futuro concreto, que niega el debate político serio que pueda generar consensos y que divide sin ninguna razón de peso (digo razón, no emoción) a la sociedad en dos bandos totalmente opuestos. Nadie nos ha explicado qué tipo de sistema político quieren crear. Incluso, para ello, quieren basarse en leyes que se preparan en secreto, sin cumplir con los mínimos requisitos de transparencia a que obligan las propias leyes catalanas. Y no hablemos de la falta de regulación legal para hacerlo de acuerdo con los estándares internacionales.
La improvisación y las prisas con la que los secesionistas se mueven no son, tampoco, buenas compañeras, pues van del referéndum a la declaración unilateral de independencia y de ésta al referéndum, convirtiendo esta cuestión en una especie de “carrera en la rueda del hámster” que gira y gira, deprisa, deprisa…. como aquellos adolescentes que, en la película de Carlos Saura querían comerse el mundo a toda velocidad por la vía fácil… ¿Eran conscientes de los riesgos que corrían?
Sin embargo, da la impresión, incluso en determinada prensa española, haciéndose eco de las declaraciones de los políticos partidarios de la secesión, sin tener en cuenta los riesgos que ello conlleva, que sea mucho más democrático convocar un referéndum que realizar elecciones. Que llamar a consulta a la ciudadanía de Cataluña, en circunstancias y con mensajes que rozan el más abyecto populismo (sólo se es demócrata, según ellos, si se quiere la independencia), dividiendo por mitad a su población (aquí dicen que sólo con un voto de más favorable al sí, la secesión ya está acordada), lanzando un torpedo en la línea de flotación del principio esencial en una democracia que es el respeto del Estado Derecho (afirmando que desde el día 1 en que se ganara ese hipotético referéndum lo que tienen que hacer los secesionistas es “tomar el control del territorio”)…
Llevar a la ciudadanía al abismo, ¿es eso democracia?
Con todo un aparato político y financiero, en el que el Govern no es neutral, con las presiones y amenazas hacia quienes no comulgan con esas ruedas de molino, con la falta de regulación legal, con la inexistencia de un verdadero debate con igualdad de armas, sin presentar un proyecto político, económico y social viable… se pretende que la ciudadanía se involucre en un proceso que puede llevarla al abismo. ¿Es eso democracia?
Tal dislate contribuye, en mi opinión, y en la de los antiguos clásicos (griegos, por más señas, como Aristóteles) a transformar la democracia en demagogia, como estado intermedio, que apunta directamente a la oligarquía o tiranía.