¿Por qué Enric Juliana no tiene razón?
Esta semana estamos de aniversario. El 20 de marzo de hace 35 años se celebraron las primeras elecciones autonómicas en Cataluña. He leído algunos excelentes artículos sobre lo que significó aquello, por ejemplo el de Francesc Marc Álvaro, Un momento fundacional, que acaba con una buena reflexión sobre los análisis históricos anacrónicos de los antipujolistas de siempre, ahora reanimados por el decadente espectáculo dado por la familia Pujol en el Parlamento catalán.
Y es que la victoria de Jordi Pujol frente a los socialistas y los eurocomunistas, ganadores absolutos de las tres primeras elecciones democráticas, las generales del 15 de junio de 1977 y del 1 de marzo de 1979, y las municipales de 3 de abril de 1979, ciertamente dio origen al pujolismo pero, por encima de todo, a los antipujolistas furibundos, con el presidente Josep Tarradellas y su entorno al frente.
Algunos explican el tumbo inesperado ante lo que parecía lógico, que la izquierda catalana gobernase la autonomía, echando mano a la teoría de la conspiración. El siempre historicista Enric Juliana lo hizo en su artículo Sant Josep, 1980, con el que intenta dar una explicación a lo que pasó agarrándose a la probada campaña de Fomento del Trabajo Nacional, presidido entonces por Alfred Molinas (padre, por cierto, del profesor César Molinas) contra un posible «gobierno marxista» en Cataluña, y a la actitud de Heribert Barrera, quien se alió con Pujol en vez de optar por un tripartito de izquierdas. Me parece una explicación débil y facilona.
Tanto Juliana como un servidor militábamos en el PSUC en aquel tiempo –los dos nacimos el mismo año– y los dos sabemos que en 1980 el PSUC aún actuaba en clave Asamblea de Cataluña, o sea que, como nos recordaba Álvaro, la intención de los eurocomunistas era, por lo menos antes de la victoria de CiU, propiciar un gobierno de unidad –que es lo que también quería Tarradellas, pero siguiendo él como presidente–, porque al fin y al cabo Cataluña era el único país europeo donde los comunistas estaban en el gobierno.
El PSUC también veía con buen ojo otras fórmulas, como un pacto tripartito PSC-CiU-PSUC, que fue la solución adoptada en muchos municipios en 1979, comenzando por el Ayuntamiento de Barcelona, cuando Josep Maria Cullell se convirtió en Teniente de Alcalde de Hacienda. Lo fue hasta 1980, justo cuando Pujol ganó las elecciones y las cosas cambiaron por completo. Lo que sí que estaba descartado, tanto por parte del PSC como por el mismo PSUC, era un posible «frente de izquierdas», en feliz coincidencia con lo que no quería la patronal. ¿Qué cosas, verdad?
Les recomiendo leer el libro Estricament confidencial (Viena) un interesante epistolario editado, en el sentido inglés de la palabra, por el profesor Francesc Foguet. Se trata de la correspondencia entre Josep Tarradellas y Rafael Tasis, el escritor de novela negra y antiguo militante de Acció Catalana, durante el período 1944-1966, año de la muerte de éste último.
El hilo conductor del epistolario entre Tarradellas y Tasis es el controvertido debate sobre la función de la Generalitat en una potencial Cataluña democrática, una vez se hubiera producido el desenlace de la segunda guerra mundial y Franco fuese desalojado del poder, lo que por otra parte no ocurrió.
Las rencillas dialécticas entre Tasis y Tarradellas, a pesar de la cordialidad personal, demuestran las discrepancias de fondo entre Tarradellas y la oposición catalana, incluyendo a los comunistas, sobre qué papel debía tener la Generalitat en el proceso de recuperación democrática. El escritor barcelonés defendía, sin desmerecer el valor simbólico de la Generalitat, la potestad de las fuerzas políticas del interior para dirigir la salida al franquismo mientras que Tarradellas, desde el exilio, exigía que toda negociación fuera dirigida por él. No era una polémica baladí como se vio después.
Antes de que entrase en escena Manuel Ortínez en 1977, a quién se atribuye el mérito de la llamada Operación Tarradellas, deberíamos tener en cuenta esta obsesión presidencial de tener en sus manos el control de la política catalana, cuando en realidad sólo unos pocos le reconocían esa autoridad, entre ellos Josep Maria Bricall –el fiel estudioso de la economía catalana cuando ésta estaba dirigida por Tarradellas durante la Guerra Civil–. Estos fieles tarradellistas quisieron convertir al presidente en el catalanista «políticamente correcto» por oposición a los demás.
El 22 de abril de 1981, el senador de ERC, Josep Rahola, publicó en el diario Avui un artículo titulado D’un petit De Gaulle a un Pétain, con el que resumió perfectamente el balance que hacía entonces el entorno de ERC y los demás nacionalistas de la actuación del presidente de la Generalitat restaurada, con un final contundente: «Recordemos y homenajeemos al hombre de la juventud, no al de los ochenta y dos años, al de la senectud».
Todo el mundo sabe que incluso Josep Benet –el candidato católico de los comunistas– se enfrentó a Tarradellas de tal modo que éste le expulsó en 1977 de la comisión negociadora con el Estado. Benet creía en la democracia parlamentaria, en la necesaria hegemonía de los partidos, en cambio el presidente era el fiel reflejo de la vieja política republicana. De eso se aprovecharon los tardofranquistas, tan cesaristas como el propio Tarradellas, para controlar la transición en Catalunya. Ciertamente, Tarradellas tuvo su momento Pétain.
La figura de Tarradellas ha acabado en manos del PSC (e incluso del PP) para contraponer el tarradellismo, una especie de catalanismo sin nacionalismo, al pujolismo y al nacionalismo en general, que son la bicha de la izquierda catalana.
Lo reconoció Jaume Sobrequés, quien fue senador socialista, cuando se cumplió el 25 aniversario de la muerte de Tarradellas: «Los del PSC fuimos tarradellistas en gran parte para erosionar a Pujol». Juliana sigue allí. No fue la crema «cremada» ni los Aromes de Montserrat, el licor icónico del antipujolismo que sirve para ridiculizar a los nacionalistas a la manera de Boadella, lo que decidió el futuro político de Cataluña.
Que la Fundación Friedrich Naumman apoyara a Heribert Barrera tiene el mismo significado que tuvo el apoyo del SPD de Willy Brandt al PSOE –ayudar a la consolidación de los partidos democráticos en España– y no ese insistente sesgo conspirativo que aún sostiene Juliana y que es propio de cuando él y yo seguíamos el dictado del llamado «Partido», así con esa mayúscula totalitaria.
Como les acabo de contar, lo que pasó en 1980 fue algo mucho más serio. El error de la izquierda, entonces aún marxista, fue no saber interpretar el cambio que se avecinaba. Si hubiera entendido que la condena de la izquierda liberal –una etiqueta bajo la que se podían sentir cómodos tanto Pallach como Barrera, como Cullell o incluso Ramon Trias Fargas– comportaba condenar también a la mayoría de las clases medias emergentes, seguramente no le hubiesen regalado a Pujol y a sus aliados el espacio central de la política catalana.
Eso, como nos recuerda Álvaro, es lo que se intenta exorcizar en la comisión de investigación del Parlamento de Cataluña cuando todos los partidos –incluyendo C’s, intelectualmente dirigido por ex miembros del PSUC– aprovechan el episodio del fraude fiscal de la familia Pujol para reinterpretar la historia de las últimas tres décadas.