Políticos con fecha de caducidad
Dejando a un lado a los dictadores –los hermanos Castro o Robert Mugabe– y a los monarcas que nunca validan su poder con las urnas, seguramente Giorgio Napolitano, presidente de la República italiana entre 2006 y 2015, fue el gobernante más longevo del mundo. Tenía 90 años cuando lo dejó y una carrera política de más de 60 años. Su dilatada presencia en la primera línea de la política italiana le valió el apodo de Re Giorgio, un rey con pasado comunista.
Napolitano no era, sin embargo, ninguna excepción, porque hasta hace bien poco Shimon Peres le seguía a la zaga, también con 90 años, siendo presidente de Israel hasta el 24 de julio de 2014. Peres lo ha sido todo en Israel, incluyendo dos veces primer ministro y jefe del Partido Laborista. En 2006 se unió al partido Kadima, creado por Ariel Sharon, teóricamente su adversario, después de que éste se separase del derechista Likud.
La longevidad vital de los políticos es paralela a la longevidad en los cargos que han ocupado. Ahí está el caso, por ejemplo, de Jordi Pujol, quien fue presidente de la Generalitat durante 23 años, lo que quiere decir que fue elegido con 49 años (cumplió los 50 al cabo de un par de meses) y salió con 73. No voy a entrar a valorar lo que significaron esas más de dos décadas pujolistas y su decadencia final, incluyendo su confesión sobre el fraude fiscal, porque necesitaría un libro entero para hacerlo.
Lo mismo vale para el sempiterno alcalde de El Prat del Llobregat, Luis Tejedor, que lo es desde el 2 de marzo de 1982. Lleva, pues, 33 años en el cargo, desde que él tenía 31. Ahora se presenta a la reelección y parece que volverá a repetir. Cuando acabe ya estará para pedir la jubilación porque tendrá 68 años y no habrá trabajado de otra cosa en su vida. Lo que no entiendo es por qué su partido, ICV-EUiA, arguyó la necesidad de seguir el código ético sobre la permanencia en un cargo para cargarse a Ricard Gomà e inventarse una nueva candidata y en cambio a Tejedor no se le exige. ¿Será cosa del poder y del hecho de quererlo conservar a toda costa?
Otro que tal es Juan Manuel Sánchez Gordillo, alcalde de Marinaleda desde 1979, puesto que compatibilizó con el de diputado por Izquierda Unida en el Parlamento de Andalucía desde 1994 hasta 2000 y desde 2008 hasta renunciar a su escaño en 2014. Este profesor de historia tenía 30 años cuando llegó a la alcaldía; ahora tiene 66 y se vuelve a presentar. Nadie le cuestiona, incluso hay quien le aplaude con vítores «revolucionarios» para celebrar esa longevidad política que, si fuera un político de derechas, se le echaría en cara.
Les explico esto para contextualizar lo que dijo el otro día el president Artur Mas en Ràdio Estel sobre su continuidad en política según lo que pase el 27S. No es la primera vez que al jefe del ejecutivo catalán dice algo parecido sobre sus intenciones de futuro. Lo hizo a finales del 2012 cuando convocó las elecciones del 25N con las que arrancó el proceso soberanista en el que estamos inmersos.
Entonces Mas dijo que él sería el presidente de la autodeterminación pero de ninguna manera, llegado el caso, lo sería de la República catalana: «El pueblo debe decidir quién debe guiar este proceso y con qué fuerza. Hay que jugársela». Al final de su discurso dijo que esas elecciones serían las últimas como candidato de CiU: «Encarar un proceso de autodeterminación requiere una fuerza especial por parte del pueblo. No quiero que piensen que la reclamo a mayor gloria mía, ni a mayor interés de CiU. Estas elecciones no buscan que una fuerza política se perpetúe en el poder». No debió ser muy convincente, puesto que el electorado nacionalista le profirió un sonoro revés y favoreció a ERC.
Claro está que entonces Oriol Junqueras estaba en ese punto de miel que tienen algunos políticos cuando no se les conoce y se ponen a hablar con retórica vaticana. Hoy, el líder republicano ya no genera tanta adhesión, especialmente después de sus múltiples errores en relación con el 9N y a los pactos con el president. A mucha gente le carga su discurso gruñón y repetitivo, sin ni pizca de imaginación, que a menudo dirige contra CiU, intentando disociar lo que representa el president y la federación que le apoya.
El hecho de que Artur Mas se vea obligado a repetir como candidato en la elecciones previstas para el 27S demuestra que algo ha fallado y que la autodeterminación de Cataluña está aún pendiente. Pero lo primero que falló fue que CiU perdió 12 diputados. Aunque no lo escribí, los que me conocen saben que yo entonces recomendé que el president abandonase. Argüí que su debilidad ante ERC nos llevaría a un callejón sin salida, ya que los republicanos viven sin vivir en ellos cuando alguien les ataca por el flanco izquierdo. Actúan acomplejados ante las CUP y ahora ante Podemos y sus adláteres. En otras lares ya ha quedado comprobado que la única manera de que los soberanistas se impongan es, precisamente, concentrando el voto. Pasa en Escocia y pasa en Irlanda del Norte.
Somos muchos los que conocemos el hartazgo del president Mas y la decepción con la que lidia con eso que él llama «politiquería», que afecta a los políticos pero también a la sociedad civil, que a veces es incluso más cainita e irresponsable que algunos políticos. Claro está que desde 2012 han pasado muchas cosas, algunas de un calado tan profundo que impiden conocer qué impacto tendrán entre el electorado. El caso de los Pujol (debemos conjugarlo en plural) no es ningún juego. De momento, no se ha testado su impacto en las urnas. Veremos qué pasa este fin de semana después de que la CUP i BComú hayan basado su campaña en difundir la imagen de que Cataluña es un país-mafia dominado por CiU, cosa que los de Podemos no se atreven –o seguramente no quieren– hacer con España y el PP. Iglesias y los suyos sólo hablan de echar a la casta. La mafia, según parece, sólo vive y actúa en la periferia, sea en Valencia, sea en Cataluña.
Si los ciudadanos dan la espalda en las urnas al plan soberanista de Mas, evidentemente se irá. No puede hacer otra cosa. El 27S será «la quinta prueba de fuego» –según sus palabras– a la que se somete. Son muchas pruebas en muy poco tiempo, en apenas 12 años. Aunque lo realmente duro fue lo que le sucedió en 2012. Artur Mas es un hombre que no sólo está bajo sospecha entre los ambientes del poder del Estado y sus ramificaciones en Cataluña, también lo está entre algunos sectores nacionalistas. A los intransigentes no les vale que haya cumplido con lo que prometió al convocar las anteriores elecciones para preparar el 9N, que convocó con una artimaña que sorprendió incluso a ERC. Esos intransigentes, alimentados por los presuntos aliados del president, necesitan nuevas pruebas de que su soberanismo es verdadero cada cinco minutos.
Artur Mas lleva al frente del Govern desde 2010, o sea que su presidencia sólo cumple ahora 5 años. Su longevidad en el cargo es menor que el tiempo que lleva Albert Rivera al frente de la minoría parlamentaria de C’s, a la cual dirige desde el 2006. Es poco creíble, ¿verdad?, que alguien que se presenta como renovador esté 10 años dirigiendo un grupo parlamentario y cobrando del erario público. Walter Lippmann, ese gran teórico de la opinión pública que descubrí gracias a mis amigos periodistas, decía que la opinión andaba siempre rezagada con respecto al curso de los acontecimientos, ya que a menudo trata situaciones que ya no existen. No nos faltaría razón si lo aplicásemos a estos dos casos. La renovación riverista es un espejismo basado en la propaganda y la ignorancia mientras que el impulso rupturista de Mas a veces no es comprendido ni por los supuestos partidarios suyos.
Veo lógico que el president ponga las cartas boca arriba y pida al soberanismo una mayoría lo suficientemente holgada que le refuerce en el trance que deberá abordar el día después de unas elecciones que sólo se convocan para dirimir lo que el Estado prohibió el 9N. Digamos que a Artur Mas le pasa como al Barça: está a dos elecciones –porque lo que pase en las municipales de este domingo será el primer indicador– de alcanzar la gloria o de abandonar la escena. No importa lo que digan ni el PSC, ni, C’s, ni ICV-EUiA ni la CUP ni la monja Forcades. Tampoco importa lo que diga ERC y su entorno mediático. Esos partidos sólo son actores secundarios en esta película, unos porque combaten el soberanismo, los otros porque no consiguen ser mayoritarios nunca.
Los poderes del Estado y del Ibex35 lo saben y por eso quieren deshacerse de él. Lo raro es que esos agresivos unionistas tengan como cómplices a una parte de los soberanistas simplemente porque consideran a Mas un hombre de derechas. La Cataluña independiente aspira a tener la democracia de Dinamarca y no las dictaduras de Cuba o Zimbabwe. La democracia es pluralismo y la aspiración soberanista no puede depender de quien mande el día después de la independencia. Si fuera así estaríamos ante un fraude de gran calibre.
No obstante, lo que es imprescindible es que el president sé de cuenta –aunque creo que ya lo sabe– que sólo conseguirá la mayoría que persigue si construye una candidatura electoral que se presente con otras siglas –y los de CDC y los que quieran sumarse de UDC deberán aceptarlo sin rechistar– que englobe a partidos y plataformas que tengan como objetivo apoyarle en la difícil tarea de doblegar al Estado para que permita la autodeterminación democrática de Cataluña. Que nadie se engañe: la caducidad del proceso, y eso el Estado lo sabe y por eso actúa como actúa, está ligada a la caducidad de Artur Mas. Vayamos tomando nota. Lamentarse a posteriori, como ya pasó el 25N, no serviría de nada.