Política, poder y («yo soy la») autoridad
Televisada, retuiteda y tertulianizada hasta la extenuación, la inacabada crisis del PSOE ha rebasado el ámbito del partido para asestar un nuevo golpe al prestigio de la política y los políticos. Y con ello se refuerza –sin distinción de edad, ideología o geografía— la noción nuclear del 15-M: «no nos representan».
Desencanto, desapego, desengaño, desafección… Crece en todas sus denominaciones el descrédito de la política, como confirma el último barómetro del CIS (realizado antes de tumulto socialista): un 29% de la población cree que la «la política y los políticos» son el tercer problema más grave del momento, tras el paro y la corrupción.
La larga y profunda crisis económica y social ha potenciado el divorcio entre representantes y representados. Existe una desconfianza sin precedentes en las instituciones. Ese recelo es el que alienta los populismos de diverso signo y exacerba la polarización del ‘ellos’ vs ‘nosotros’.
La sociedad española no ha consentido –al menos hasta ahora—las expresiones más extremas de la involución que está alterando el rumbo moral de Europa. La xenofobia explícita, el anti-europeísmo irracional siguen siendo, por fortuna, inadmisibles. Pero la política ya no es un factor de cohesión. El contrato social que sostiene el modelo de democracia adoptado en 1978 se tambalea.
Los últimos meses han disparado el hastío ante el abandono sine diae de la obligación de gobernar por mero cálculo electoral: desde la administración del día a día a asuntos trascendentales como la reforma del territorial o las exigencias de Bruselas y los ajustes que conllevaran. O la situación en Cataluña, que el autismo gubernamental y el recurso al Tribunal Constitucional y la Fiscalía solo agravarán.
Es fácil caer en la simplificación al buscar las razones por las que la calidad del sistema representativo está en el nivel más bajo desde la Transición. Pero la evidencia empírica sugiere que una de las principales es la transformación de los partidos en ‘organismos’ y los políticos en ‘funcionarios de carrera’ de los mismos. La Ley Electoral no solo favorece a los partidos grandes; las listas cerradas priman a sus aparatos, convirtiéndolos en maquinarias orientadas a ganar poder.
Y no es un poder abstracto. Consiste en acumular la mayor cantidad posible de los 150.000 puestos remunerados que se estima suman todos los cargos electos y de libre designación de las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno central y las 17 comunidades autónomas.
Ganar cuota no solo representa poder. También se traduce en dinero. Cuantos más cuadros se coloquen en las instituciones y entidades, más se financia la estructura partidaria a través del erario público en forma de salarios y subvenciones. Perder la presencia institucional, como ha ocurrido con Unió Democràtica de Catalunya y Unión Progreso y Democracia, aboca a la bancarrota financiera y la desaparición.
No es extraño que la principal competencia para quien aspire a hacer carrera en un partido sea dominar las códigos internos. Nadie lo expresó mejor que Alfonso Guerra, gran visir del aparato socialista en los años de la mayoría absoluta: «el que se mueve no sale en la foto». La máxima pervive tanto en las formaciones tradicionales como en las de la nueva política, que desde que se han entrado en las instituciones, están sometidas a las mismas reglas.
Esta ‘funcionarización’ de la política explica en buena medida la distancia entre el ‘relato’ de los partidos – ese artificio que suple a las ideas y las propuestas—y los afanes del mundo real en que viven sus votantes.
Una importante proporción –quizá la mayoría—de quienes hoy ejercen cargos públicos gracias a su militancia no han trabajado nunca fuera del redil de su partido o de la seguridad de una plaza de funcionario; no han dependido de una nómina en el sector privado, ni arriesgado su dinero en una empresa o sentido la desazón de un autónomo. Articulan el relato, pero lo hacen en tercera persona. Carecen de la empatía que da la experiencia directa.
La asonada de Ferraz 70 dejó imágenes inefables. Una de las más esperpénticas nos la regaló la andaluza Verónica Pérez presidenta putativa del Comité Federal socialista, cuando se presentó a los periodistas diciendo «yo soy la autoridad del partido». La lugarteniente de Susana Díaz logro evocar en una sola frase el dilema clásico entre ‘auctoritas’ y ‘potestas’ con el recuerdo del teniente coronel Antonio Tejero cuando, durante otro golpe más dramático, anunciaba la inminente llegada de «la autoridad competente… militar por supuesto».
Pérez (38 años) es un buen ejemplo del político que aspira a la ‘potestas’ (poder) con escasos merecimientos que le otorguen ‘auctoritas’. Se dice que heredará los cargos de Susana Díaz (41) si ésta decide optar a liderar el PSOE. Su currículo se inicia hace 21 años como concejal, desde asciende exclusivamente bajo el paraguas del partido y al Parlamento regional y a controlar el aparato socialista en Sevilla.
Su biografía es un calco, aunque de menor rango, de la de propia Díaz. Claro que Pedro Sánchez (44) tampoco pasó mucho tiempo en el ‘mundo real‘, aunque una temporada como asesor en el Parlamento Europeo y otra con la misión de la ONU en Bosnia le dan barniz más cosmopolita.
Los perfiles de los líderes nacionalistas no son muy diferentes. Artur Mas (60) y Carles Puigdemont (53) trabajaron sus primeros años en empresas de su entorno familiar y en el periodismo, respectivamente, pasando luego a cargos vinculados a su militancia en CDC. Y el lehendakari vasco, Iñigo Urkullu (55), refundador del PNV y campeón de la industria de alto valor añadido, es funcionario en excedencia –maestro—del mismo gobierno que preside.
El patrón se perpetúa en la nueva política y entre las nuevas caras de la vieja política. Los jóvenes leones de Podemos encabezados por Pablo Iglesias (38) han provienen del ámbito universitario público. Pablo Casado (35), vicesecretario general y portavoz del PP, tras pasar por Harvard, Georgetown, IESE, IE y Deusto, saltó directamente a la Asamblea de Madrid, al gabinete de Aznar en FAES y al Congreso.
La condición de político profesional no impide abrigar las máximas ambiciones. Al contrario: tanto José Luis Rodríguez Zapatero como Mariano Rajoy –los dos presidentes más mediocres de la democracia—terminaron Derecho, pasaron brevemente por lo público (uno como profesor auxiliar, otro como registrador y, por tanto, funcionario) para iniciar enseguida la carrera interna que les llevaría a La Moncloa.
Y ese es el problema: el sistema fomenta la mediocridad. La carencia de experiencia en el ámbito privado o no haber vivido en primera persona las penas del ciudadano común no deberían anular necesariamente la valía de un político. Pero el hábito adquirido del seguidismo interno, la supeditación de la crítica a la ortodoxia y la prelación del interés del partido sobre el bien común frenan con demasiada frecuencia esa posibilidad.
Admitiendo que existan excepciones, los mejores, los más virtuosos, no están en la política. Su organización, mecánica y resultados les disuaden.
El auge del peor populismo en el mundo se produce cuando se generaliza la desesperanza. Es entonces cuando personas pequeñas como Trump, Le Pen, Duterte o Farage –y ahora Theresa May y sus listas de extranjeros—llenan el vacío con el discurso del miedo y la exclusión.
Creer que no vaya a ocurrir entre nosotros sería una peligrosa ingenuidad.