Podemos, con un as en la manga

La performance es una de las mejores armas de Podemos. El partido de Iglesias se mimetiza en la negociación líquida hasta encontrar el acomodo de su mensaje. Es un partido entrenado en el trasiego de las sensaciones, lo cual no quiere decir que carezca de principios.

Su referencia institucional -ministerios, vicepresidencias, etc.- fue un simple arquitrabe. Los poderes que reclamó en su momento Pablo Iglesias actúan como meros pretextos para colocar su marca («queremos hacer justicia desde arriba»), que llega nítidamente a la ciudadanía. 

Utiliza la denuncia desde el púlpito –televisión, rueda de prensa, acto público- y paralelamente maneja el big data para perfeccionar sus mensajes sobre el espacio en red, cuyo rastro solo se puede seguir en el Internet profundo.

Como integrantes de la clase dirigente, los cuadros de Podemos contribuyen a ensanchar la «brecha digital», pero con el objetivo contradictorio de combatir la desigualdad.

Iglesias y su gente conectan con los de abajo con gran rapidez, a través del impacto directo en medios para recorrer después el camino inverso, de abajo arriba, en la escalera que les proporciona su propio rigor.

Se dirigen a la ciudadanía con el mensaje que esperan los desfavorecidos: recogen aspiraciones y finalmente elaboran propuestas destinadas a ocupar el lenguaje del nuevo poder.

Estas aptitudes son una muestra de destreza, pero conviene añadir que los mecanismos tácticos de un partido no lo descalifican. Podemos divide el pueblo a través de identidades sociales independientes, (económicas, culturales, nacionales,..), que solo encuentran su lugar en el discurso.

En lo económico prima el anticapitalismo, en lo cultural destaca la batalla contra el dogmatismo religioso y en lo nacional se impone la defensa de la autodeterminación.

En el pacto de progreso a la valenciana que persigue la reunión a cuatro, Podemos trata de exponer objetivos estancos a los que corresponden soluciones concretas y que solo se condensarán después en el discurso político, si se alcanza un acuerdo.

Utiliza la base argumental de Ernesto Laclau en La Razón Populista, guía teórica de Podemos, para ver cómo las diferentes demandas surgidas de los diferentes campos de la sociedad pueden llegar a converger en un sujeto político: el pueblo.

El Populismo avanza rápido de abajo arriba porque fragmenta la realidad. En cambio, la izquierda convencional recorre el camino contrario: se une a los de abajo a través de los mecanismos de representación de la sociedad civil (Gramsci).

Podemos se fundamenta en el llamado postmarxismo (Laclau y Chantal Mouffe), mientras la izquierda tradicional bucea en el viejo análisis de clase. Son dos maneras de ver el mundo que no las separan aparentemente del acuerdo en el que podría desembocar la reunión abierta PSOE, Podemos, Compromís e IU.  

Para unir basta con la voluntad. Lo ha dicho Iglesias: «Tengo la voluntad de llegar a un acuerdo». Y cuando alguien, en las últimas horas, ha tratado de desvestir su entusiasmo argumentando que Sánchez estaba a punto de pactar con Rivera, el líder de Podemos ha añadido: «nosotros no tenemos intención de levantarnos de esa mesa de negociación».

Ahora toca pasar a la realidad y comprobar si esta versatilidad en pos del objetivo le permitirá a Podemos liquidar el referéndum catalán (o cambiarlo por un mecanismo revisado) y pactar a la baja la inversión pública de casi 100.000 millones que hundirían para siempre a la Hacienda española. Modular no es traicionar; es cambiar de opinión sin cambiar de camisa.

La socialdemocracia, encarnada en el PSOE, es un movimiento europeísta puro; su implicación democrática no permite ninguna duda. Podemos, como expresión de la nueva izquierda -representada en UK por el laborista Jeremy Corbyn y en Estados Unidos por el demócrata Berni Sanders– mantiene una más rigurosa con los principios universales de la izquierda con toda la legitimidad moral a participar en la dirección de una sociedad abierta como la nuestra.

Digan los que digan, los barones históricos del socialismo encarnados en cornucopias semovientes, como Felipe González, un expolítico abandonado en brazos del privilegio, o Alfonso Guerra, aletargado en  instituciones retóricas a fuer de remuneradas.

Falta saber cómo se orquestará el difícil encaje entre el llamado postmarxismo y el mundo marxiano que abandonó el marxismo en el lejano congreso socialista de Suresnes (1974).  

El establishment económico apuesta por un Ejecutivo PSOE-Ciudadanos, con la abstención de Podemos. Las patronales lo aceptan y hasta los propios sindicatos muestran su interés, si se aplica la salvedad del contrato único de Luis Garicano, el economista orgánico de C’s.

Para ser investido presidente el cinco de marzo en segunda votación (mayoría simple), Pedro Sánchez no tiene más remedio que entrar en la lógica de Podemos. Además, Iglesias no le teme a la pinza, no teme imponer su voto negativo a la coalición blanda, Sánchez-Rivera, basada en una reforma constitucional exprés.

Si el precio son unas nuevas elecciones, el populismo de izquierdas tiene un as en la manga: a campo abierto, los argumentos de sus dirigentes suben enteros ante el discutible liderazgo de Sánchez, el esquematismo de Rivera y el nihilismo irónico de Rajoy