Pobreza y soberanía  

Si algo también nos descubrió la última crisis económica es que la autonomía catalana era —y sigue siendo— muy limitada. Limitadísima. La flaqueza financiera de la Generalitat afectó a los servicios sociales porque la falta de ingresos fue sustituida por una política de austeridad muy dura.

Que cada cual lo valore como quiera, pero lo que es innegable es que la crisis mostró las debilidades de un Estado de las autonomías imperfecto, basado en unos acuerdos de financiación injustos y armonizados. Con el tiempo ha quedado claro que dicho sistema ha generado grandes dosis de inequidad entre territorios, penalizando a los más ricos por aquello de la solidaridad, sin solventar la pobreza endémica de otros, acostumbrados a vivir subvencionados.

El Estado de las autonomías responde a una coyuntura que ya está pasada de moda y que va en contra de las aspiraciones de los catalanes y las catalanas de hoy en día. Si en este país hubiese más analistas que palmeros, la mayoría de columnistas estaría de acuerdo con Raúl Conde sobre que lo que ha ocurrido en Cataluña en los últimos tiempos es el mayor vuelco político de la historia contemporánea española.

Dejando a un lado esa obsesión mesetaria por asociar el nacionalismo catalán actual con la burguesía —un error en el que también cae Conde, como si Fomento, el Círculo Ecuestre o el Círculo de Economía hubiesen sido alguna vez catalanistas o separatistas—, su diagnóstico es muy certero.

Desde 2010, millones de catalanes han pasado del autonomismo al independentismo sin rasgarse las vestiduras, lo que incluye a un buen número de cuadros y votantes de la antigua CiU, la coalición que durante años representó a las clases medias catalanas. No tiene ningún sentido que ahora la virreina Soraya Sáenz de Santamaría entone el mea culpa por los efectos negativos de la campaña que su partido, el muy conservador y centralista PP, puso en marcha contra el Estatuto de Autonomía catalán. Esa campaña estuvo cargada de xenofobia y el mal ya no tiene remedio.

En Cataluña sólo los unionistas y los timoratos que se sumaron a la rueda de CiU porque les proporcionaba prebendas o estatus les perdonan la osadía. Los demás, como constata Conde, ya están desconectados de España y el Estado llega tarde con esa Operación diálogo que más bien parece una operación para rescatar a España de su quiebra.

En algunos actos públicos unionistas hay tal número de jubilados que la sala huele a naftalina. La lucha por la independencia es, también, una pelea generacional. Yo estoy con Eduardo Mendoza cuando reflexiona en voz alta sobre que «en este momento hay una o dos generaciones que han de hacer lo que ellos crean que tienen que hacer, sin que los viejecitos, como hacían con nosotros, les digan ‘no os metáis el líos'». ¡Evidentemente!

Y no les perdonarán porque esa es la parte gruesa de un conjunto de pequeñas acciones en contra de la autonomía que tanto el PP como el PSOE empezaron a pactar después del golpe de Estado de 1981. Me ahorro repetir aquí lo de que el 23-F solo fue un «intento» de golpe de Estado porque todo el mundo sabe que los golpistas lograron imponer la rectificación de lo que la oposición democrática acordó con los postfranquistas en 1978.

Allí empezó otra vez a manifestarse el problema español, porque el problema actual es, desengáñense, español y no catalán, y es resultado de la incapacidad de la oligarquía de Estado para compartir el poder y aceptar la pluralidad lingüística y cultural peninsular. Esa oligarquía disfruta del poder y sostiene la españolidad a partir de un nacionalismo étnico tan poco sofisticado como desagradable. Los guardianes del poder son, además, guardianes de la historia para que todo les cuadre. Y eso lo saben incluso los portugueses, quienes para Unamuno —y para otros luego— era tanto como decir españoles.

La cuestión es que al final millones de catalanes dijeron basta en 2012 y desde entonces la pelea es de las gordas y afecta al bienestar de las personas por la insistencia del Estado en desmontar la autonomía. Los recursos del TC contra leyes del parlamento catalán no sólo se dirigen a atajar las iniciativas soberanistas, también afectan a las leyes sociales y fiscales que aprueba el Gobierno o el Parlament para paliar los efectos negativos de la crisis y revertir la austeridad exagerada.

El último episodio terminó el jueves de esta semana con la aprobación por unanimidad de la nueva ley de medidas para proteger el derecho a la vivienda de las personas con riesgo de exclusión social. La nueva ley sustituye a la ley 24/2015 suspendida tiempo atrás por el TC con el argumento perverso de que fomentaba la desigualdad entre españoles.

No les quepa duda que el rifirrafe entre la Generalitat y el Estado sobre vivienda, pobreza energética o becas universitarias, pongamos por caso, tiene que ver con la soberanía. Claro que sí, porque desde Madrid se considera que el gobierno autónomo catalán no tiene competencias para promover la expropiación de pisos vacíos en caso de necesidad, establecer los niveles de alquiler social que crea convenientes, ejercer la mediación en los muchos casos conflictivos o gestionar el sistema universitario catalán como les plazca.

Rescatar a los ciudadanos de la pobreza extrema es tan importante como salvar la lengua catalana de la depredación a la que se ve sometida por quienes quisieran verla abolida de la vida pública.

Los independentistas quieren que el gobierno catalán pueda establecer una adecuada correlación entre su capacidad de decisión sobre el gasto (un 70% dedicado al Estado del bienestar) y la capacidad que éste tiene de gestionar sus ingresos.

Lo del déficit fiscal es cierto aunque no guste reconocerlo y a los unionistas les moleste lo de «España nos roba». La pelea que enfrenta a los independentistas con los unionistas quiere resolver de cuajo esa contradicción. En eso consiste la petición de soberanía, en tener el poder de proporcionar una vivienda digna a los pobres y salvar la propia identidad. Lo uno va ligado a lo otro. Por eso el independentismo ha subido tantos enteros de un tiempo a esta parte.

Con tanta política se me olvidaba felicitarles las fiestas. Feliz Navidad, pues, y perdonen las molestias.