¡Pobre Montesquieu!
El enredo de las hipotecas abunda en el descrédito de los poderes del Estado. Su efecto es más serio que saber quién tiene que pagar
Cuéntase que el 2 de diciembre de 1983, Alfonso Guerra, vicepresidente del Ejecutivo formado un año antes tras la avalancha electoral que dio el poder a Felipe González, visitó discretamente a Manuel García Pelayo, presidente del recién creado Tribunal Constitucional.
Al día siguiente, el voto de calidad de García Pelayo deshizo a favor del Gobierno el empate entre magistrados progresistas y conservadores ante la crucial decisión que debía tomar el Tribunal.
Se desestimaba así el recurso de inconstitucionalidad presentado por Alianza Popular, precursor del actual PP, contra el decreto-ley por el que se expropió de Rumasa.
Ese día, José María Ruiz Mateos se quedó definitivamente sin su espurio entramado de 700 empresas y 60.000 empleados.
Pero, lo que probablemente resultaría más importante, los dos partidos que hasta hoy se han alternado en el poder constataron que siempre iban a tener razones de fuerza mayor para suspender el postulado por el que Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, ha pasado a la historia: la separación e independencia mutua entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial.
La ‘cobra’ que el magistrado Diez Picazo hizo al Supremo cuestiona mucho más que el precio de las hipotecas
El retrato de ese episodio, aún en blanco y negro, recuerda que la existencia de vasos comunicantes entre los poderes del Estado no es una novedad.
Sin embargo, la cobra –provisional, de momento— que el presidente de la sala de lo contencioso administrativo del Tribunal Supremo le ha hecho a su propia institución a propósito del impuesto de las hipotecas es un testimonio en color, 3-D y alta definición que cuestiona mucho más que el precio de una hipoteca.
La suspensión de la sentencia inicial (que daba la razón a los consumidores), la manera en que se anunció esa insólita decisión, y el plazo que el Supremo se ha tomado para fijar una posición (hasta el 5 de noviembre) sugieren que el problema nuclear del más alto tribunal no es (solo) la politización, ni la falta de independencia de sus magistrados, ni el clientelismo. Es su alejamiento de la realidad en la que vive la sociedad cuyos intereses debe proteger con celo, rigor y diligencia.
Suspender la aplicación de una sentencia –de hecho, tres que hubieran sentado jurisprudencia— aduciendo que supone un “giro radical” porque representa una “enorme repercusión económica y social” raya en el absurdo.
A un tribunal supremo le corresponde, precisamente por su naturaleza, emitir fallos radicales
Por su propia naturaleza, a la instancia más elevada de un sistema judicial democrático le corresponde en ocasiones emitir sentencias que alteran radicalmente la aplicación de la ley. Es parte central de su labor. Lo que no es su trabajo es cuantificar el coste económico de sus fallos para la banca o para el Estado.
Los medios de comunicación han aireado en los últimos días multitud de informaciones que cuestionan la competencia, la idoneidad y la motivación del magistrado Luis María Diez Picazo.
Se recuerda que accedió a la presidencia de la sala por empeño del presidente del Supremo, Carlos Lesmes. Y se apunta –algo que es legal, pero poco estético—que Díez Picazo ha sido durante tiempo profesor de la exclusiva CUNEF, el centro financiado por la patronal bancaria para asegurarse el suministro de cuadros para la industria financiera.
El 5 de noviembre comprobaremos qué solución encuentra el Tribunal Supremo para dilucidar un asunto que afecta a millones de ciudadanos y cuyo impacto económico se mide en decenas de miles de millones para los bancos y para la hacienda pública.
Por lo pronto, su primer efecto ha sido provocar fuertes caídas en la cotización bursátil de las entidades y congelar la firma de nuevas hipotecas, de las que se suscribían –hasta el lunes—más de 1.000 al día.
Pero el efecto del enredo, siendo grave y algo más que embarazo, no se limita a la economía o a la fiscalidad o, ni siquiera, a la ya muy comprometida credibilidad de la Justicia. Su consecuencia más perversa es que, como si se tratara de una intoxicación por metales pesados, es que no se puede eliminar; es acumulativo y se suma a la grave erosión que ya sufren los restantes poderes del Estado.
Los tres poderes del Estado, incluyendo la monarquía, llevan desde 2014 en un espiral de descrédito sin fin
Las principales instituciones de España y sus partes componentes llevan un lustro en una espiral sin fin. En junio de 2014, forzado por la publicidad derivada de su cacería en Botsuana y por el hedor del caso Nóos, Juan Carlos I abdicó a favor de su hijo, exponiendo seriamente por primera vez la vigencia de la monarquía.
Desde 2015 se han sucedido la dos legislaturas más accidentadas de la historia contemporánea, jalonadas por un periodo de ejecutivo en funciones, el intento de secesión de Cataluña, el primer estado de excepción del periodo democrático y la primera moción de censura que consigue enviar a un presidente de gobierno a su casa.
Todo ello en medio de un clima político bronco, gritón, exento de razonamiento y diálogo –mucho menos de colaboración— justo cuando el final del bipartidismo y el agotamiento del modelo territorial exige un nuevo pacto general para ordenar la convivencia.
Se solía hablar de personas ‘de categoría’: son las que escasean en la política actual
Hay un adjetivo, ya en desuso, que describe a quien aúna solidez, competencia y una fundamental integridad: son personas de categoría. Este tipo personas escasean hoy en nuestra vida pública. Sus atributos –el diálogo, la razón por encima de la pasión, la defensa de las ideas propias con civilidad y la aceptación de las ideas ajenas con tolerancia—se consideran hoy debilidades en un político.
En su lugar, tenemos a un Gabriel Rufián, autoerigido representante de los independentistas catalanes hijos de la inmigración; o a un Pablo Casado, empeñado en reescribir la historia con tanto entusiasmo que hasta los reyes católicos se sentirían incómodos; o a un Quim Torra, que escapa de un análisis meramente político para reclamar el concurso de la psicología.
Solo son tres ejemplos pero hay decenas más en todos los partidos.
Los ejecutivos de Mariano Rajoy estuvieron marcados por el quietismo de su presidente –al que cabe atribuir buena parte del intratable problema de Cataluña— y por la corrupción (Gürtel, Lezo…). Ahora, el Ejecutivo de Pedro Sánchez, que prometió brevedad, se afana en la hiperactividad de aplicar un programa que nadie ha votado en una elecciones.
Mientras, en Cataluña, el independentismo sigue aplicando el principio de irrealidad.
Por mucho que se afirme que el binomio Puigdemont-Torra pierde tracción y que hay que contar con ERC, los republicanos siguen acudiendo a Waterloo –aunque sea, como dicen, “por estética”— y exigiendo que el Gobierno intervenga en la suerte de los políticos procesados. En su interpretación, el sainete del Supremo equivale a decir “si se quiere influir, se puede”.
El descrédito abre las puertas a un populista que eventualmente venda una ‘solución’ a los que están hartos del sistema
Vox es –aún— un fenómeno marginal, más afín a la vieja extrema derecha de Cristo Rey que a los nacional-populismos que avanzan en Europa. Pero eso no significa que en un próximo futuro no germine un nuevo populismo español que consiga capturar el hartazgo no ya con la política sino con el sistema.
El progresivo descrédito de cada uno de sus pilares –ejecutivo, legislativo y judicial— sin que nadie de categoría haga nada acabará franqueando la puerta a alguien sin categoría alguna (un Salvini, un Orbán, un Bolsonaro… ¿qué nos hace inmunes?) que prometa con éxito tener la solución.
Vayamos a Saint Sulpice, entre los jardines de Luxemburgo y el pont Neuf, y pongamos una vela en la tumba de Montesquieu con la esperanza de que nos ilumine.