PIB y prostitución, esa es la cuestión

Todos los partidos, con los todavía mayoritarios de Rajoy y Sánchez a la cabeza, se rasgan las vestiduras ante la propuesta de Ciudadanos de legalizar la prostitución para «aliviar el sufrimiento» de las profesionales que la ejercen, y porque se trata de un negocio millonario.

El acuerdo es general en lo segundo, hasta el punto de que el pasado septiembre el Gobierno incluyó sin rubor esta actividad en el nuevo cálculo del PIB. Sumándole las drogas supuso una inyección de 46.000 millones y lo elevó en un 4,5%.

Parece que los dirigentes de Ferraz incluso están arrepentidos de la despenalización de la práctica –no de la explotación, la trata o las mafias que engañan a mujeres, que sigue siendo delito– , llevada a cabo por el ministro felipista Belloch hace ahora 20 años.

La aprobación del llamado código penal de la democracia contó de lleno, sobre todo por este punto, con la abstención del PP. A pesar de que también eliminó la usura como delito, tal como se estableció desde las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (1265), y que tanto juego ha dado para hipotecas de por vida y otros préstamos y negocios bien conocidos en la calle Génova.

La doble moral de los dirigentes conservadores les lleva cada cierto tiempo, sobre todo si vienen elecciones, a proclamar que hay que prohibirla, sobre todo porque les molesta verla por las calles.

Tirando por el camino del medio, los socialistas y otras izquierdas rechazan la propuesta de Rivera por considerar que no se puede «mercadear con los cuerpos de la mujeres». Tampoco son partidarios de que se contabilicen en el PIB los ingresos que genera la prostitución.

Un informe de los inspectores de Hacienda, esgrimido por Ciudadanos en su propuesta, cifra en 18.000 millones al año el volumen de negocio de esta actividad. La regulación permitiría al Estado recaudar vía impuestos al menos unos 6.000 millones, una cifra nada desdeñable en un país que hace recortes en sanidad, educación I D i.

Dicen los que saben que desde el inicio de la civilización –y probablemente antes– ha existido la industria del sexo. Unas veces perseguida, otras promocionada a plena luz del día. Y no se justifican los tabúes que despiertan hoy –cuando se promocionan sin rubor– los negocios paralelos como la pornografía en sus múltiples manifestaciones.

El debate sobre esta actividad, cuyo origen se hunde en la noche de los tiempos, está servido en toda Europa. En Suecia han regulado la prostitución a base de perseguir y multar al cliente. Defienden, como aquí la izquierda, que con ella se resiente la dignidad de la mujer y que, como la ejerce obligada (por causas objetivas o socieconómicas), lo racional es proscribirla.

En Holanda incluso tiene consideración de atractivo turístico. Observan que la mujer es dueña de su cuerpo y que el veto a una transacción privada encaja mal en un sistema de libertades.

Los partidarios de la regulación argumentan que, como siempre, habrá personas dedicadas a esta profesión. Y que no se les debe criminaliza,r sino primar sus derechos, incluso los políticos, como el pago de impuestos que les otorgan carta de ciudadanía.

También abogan por procurar su bienestar con una normativa estricta y la consiguiente supervisión pública de las condiciones laborales, como sucede con todas las demás actividades regladas. Se da por supuesto, que la ley debe protegerlas, con más efectividad si cabe, contra las actividades de las mafias que traen engañadas a muchas de ellas y las esclavizan en prostíbulos. Lo indeseable es la situación actual en España, de claro e intencionado vacío jurídico.