PERIODISMO Y DEMOCRACIAS LIBERALES

David Axelrod, Robert Gibbs y David Plouffe rubricaron en 2007 el daguerrotipo que certificó la defunción del periodismo entendido como contrapoder en una democracia liberal. La historia no va de Twitter. Va de cómo la obviedad y la doctrina sustituyeron los valores decimonónicos de la prensa, tótem que todo lo sabía, denunciaba y contenía.

Nada fue tan dañino para el otrora guardián de las libertades como las decenas de crónicas que desde el 11 de septiembre de 2001 y hasta (casi) la fecha empezaban, empiezan lamentablemente nadie las borra—, con la obviedad de tras «el 11 de septiembre, el mundo cambió (···)».

Es el síntoma de que el grueso de los periodistas se convirtió, en el mejor de los casos, en técnicos de la información y, en los peores, en creadores de contenidos al dictado. Obviedad y doctrina sustituyen desde entonces la noticia (historia original y factual).

En su defensa –la de todos ellos—, podríamos apuntar que tal involución de la profesión permite pagar decenas de facturas. Pero, ¡a qué precio! Los instintos periodísticos más elementales fueron clausurados en los viejos baúles de la comunicación informativa a cambio de lentejas. Ahora, cada vez que alguien clama al periodista “cuénteme una historia”, los medios –la expresión del trabajo colectivo de los informadores—responden: “¿Perdón? ¿No prefiere usted un poco de doctrina…algo fácil u obvio (y sobre todo, barato de producir)?”.

Como en EEUU tras el 11-S, la razón por la que nadie, o muy poca gente, en España creyó los trabajos publicados sobre los atentados del 11-M fue exactamente ésa: apestaban, apestan, a doctrina y había, hay, poco de factual. Pero el espíritu crítico de la audiencia siguió intacto. Llegó la desafección entre el colectivo de informadores y opinión pública, que se entregó más tarde a las redes sociales al considerar que los periodistas les toman el pelo.

Cuando el periodismo era un contrapoder, antes del 11-S, tras informar, con mayor o menor acierto, de un hecho excepcional; los medios se volcaban en contextualizar. Pero el ámbito político español aprendió del estadounidense a dar forma a los hechos derivados de otro mayor, y generalmente traumático –como un atentado—, con el único objetivo de recuperar el control de la situación.  Así que hoy se recontextualiza todo. Los medios son resortes de propósitos distintos a los que reclama el lector, espectador u oyente: “Fiscalicen ustedes al poder, no le sirvan”. Ni caso.

El periodismo, desde 2001 en EEUU y desde 2004 en España, dimitió de ejercer el contrapoder. Y pusieron a las democracias más avanzadas en situación de jaque. Las razones son múltiples aunque, a mi modo de ver, la tendencia mediática que despunta en la década de 1990 de privilegiar la política sobre la investigación se descontrola al arrancar los 2000. Los políticos se convierten en fuente preferente de los informadores y saben armar una arquitectura perfecta de servidumbres.

Prueba: la trama Gürtel, al menos en su rama madrileña, creció frente a las hoy aburguesadas narices –las mismas fosas que años atrás fueron audaces— de los corresponsales que cubrían el Partido Popular. Ni uno la olió. Ni una cárcava. Ni una nariz. Estas relaciones se estrecharon en momentos traumáticos cuando, además, la presión que soportaban los cronistas por redibujar el contexto –aparentar que se tiene una exclusiva— era comparable a la fuerza de la atmósfera venusiana. O sea, mucha.

Axelrod, Gibbs y Plouffe son los creadores –perdón: quería escribir asesores— de Barack Obama. Leyeron en 2007 muy bien la situación mediática. Y se aprovecharon. El periodismo estaba, está, tan desarmado que era fácil valerse de él. Crearon su historia, la convirtieron en doctrina y dejaron que se repitiera sin más. Para dar pátina de autenticidad, de aquellos viejos baúles de la comunicación rescataron la herramienta original: un par de libros. Las rotativas, instrumento principal de la prensa tradicional, dispararon, paradójicamente, el pistoletazo de salida a su estrategia.

A continuación tejieron una red de servidumbres y se inventaron un lema –“yes we can!”— para las incipientes redes sociales y los mítines. Ni una sola pregunta por el camino: todos tragaron, tragamos. Es el polvo de los actuales lodos. El grueso de la profesión crea ahora “momentos” en un intento patético de ganar público. Ni los medios ajenos a Internet escapan de la tendencia. La vida, y lo que queda del periodismo, se consume al margen de los medios de comunicación y por instantes, unidad que mide la capacidad de alterar la verdad en este preciso momento: luego, ya veremos. Luego, ya cocinaremos otro “momento”.

Así que mientras un algoritmo construya nuestros muros de Facebook, ¿cómo un independentista catalán podrá accederá noticias que cuestionen y fiscalicen ese movimiento o viceversa? ¿Cómo no van a votar a Donald Trump en EEUU?… Si nadie da noticias, nos darán doctrina encapsulada en instantes y distribuida en segundos. Y ese el verdadero peligro para unas ya de por sí famélicas democracias liberales.

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