Pato cojo Feijóo 

Un gobierno con el peor balance de todos ha sido capaz, en poco más de una semana, de darle la vuelta a todas las encuestas y no solo no perder sino incrementar sus votos y los escaños que tenía

Alberto Núñez Feijóo terminó su particular campaña electoral, y probablemente inauguró el final de su carrera política, en el debate cara a cara con Pedro Sánchez, organizado por Atresmedia el lunes 10 de julio, cuando, tras salir vencedor, consideró que eso, junto con las encuestas a su favor, era más que suficiente para ganar las elecciones por goleada, con lo que dieron ya el trabajo por hecho y se dedicaron a pasar los días, sin arriesgar e intentando no cometer errores hasta que llegara el domingo 23, día de las elecciones.

Pero 13 días en política son una eternidad y las pifias fueron cayendo una detrás de otra, porque no dieron importancia ni supieron contrarrestar las argucias del “sanchismo”, con todos sus comunicadores desplegados en varios frentes con los que consiguieron tumbar al “antisanchismo” en apenas semana y media de campaña. 

Nunca se había visto nada parecido en la democracia española inaugurada en 1978. Un gobierno con el peor balance de todos, con una legislatura catastrófica, con unos aliados impresentables, con unos errores difíciles de superar, ha sido capaz, en poco más de una semana, de darle la vuelta a todas las encuestas y no solo no perder sino incrementar sus votos y los escaños que tenía, aunque solo haya sido por uno finalmente (tras el recuento del voto exterior), colocándose en disposición de repetir el esquema de la legislatura anterior, con la gobernabilidad en el filo de una navaja y Pedro Sánchez moviéndose en ella como pez en el agua. 

El PP siempre se ha avergonzado de tener que pactar con Vox, hasta el punto de preferir al propio PSOE o incluso al PNV

Lo primero que hicieron, desde el PSOE y aliados, fue emplearse a fondo en amplificar los acuerdos autonómicos y municipales del PP con Vox resultantes de las elecciones del 28 de mayo, identificando ambos partidos como uno solo, en las comunidades donde no consiguió mayoría, como Valencia, o aprovechando la sobreactuación contra Vox de la candidata popular, María Guardiola, en Extremadura.

El PSOE, mientras tanto, mantenía congelada la constitución del gobierno en Navarra, que le obligaba a llegar a un acuerdo con EH Bildu. El sanchismo hurgaba así en la falta de posicionamiento claro del PP respecto de Vox, partido al que el PP rehúye sistemáticamente pero que al mismo tiempo necesita. El PP siempre se ha avergonzado de tener que pactar con Vox, hasta el punto de preferir al propio PSOE o incluso al PNV. 

Segundo, planteando una estrategia de comunicación a través de RTVE, controlada por el sanchismo, donde organizaron un debate a cuatro, tratando de mostrar los dos bloques en liza y del que el PP se descolgó, de nuevo para no verse identificado con Vox, con lo cual dejó una vez más sus vergüenzas al aire, al no ofrecer una explicación sólida de su ausencia.

A ello se sumó, por parte de Feijóo, a modo de justificación, una lumbalgia, cuya declaración a los medios ni venía a cuento ni era necesaria, pues una regla básica de la comunicación política es la fortaleza, también física, del candidato.

A la política televisiva del PSOE a través de RTVE, se sumó la labor de comunicadores concretos, también de la misma cadena, que explotaron los errores de Feijóo a la hora de dar datos, como el famoso de la subida de las pensiones, refutado por la periodista Silvia Intxaurrondo y elevado a paradigma en las redes sociales: Feijóo miente. 

Tercero, sacando a relucir asuntos de la prehistoria como la foto de Feijóo con el mafioso gallego Marcial Dorado, trampa a la que increíblemente el propio Feijóo entró para decir que entonces él sabía que Dorado era contrabandista pero no narcotraficante, cubriéndose de gloria. Lo cual demostró que lo que pueda valer en Galicia, en el resto de España puede no entenderse.

Feijóo podía venir con cuatro mayorías absolutas de allí pero eso no le daba ningún aval para optar al gobierno de España, como ya se demostró con Manuel Fraga, quien, tras convencerse de que no tenía ninguna opción de alcanzar la Moncloa, se fue a Galicia y allí comenzó su exitosa carrera en la Xunta, consiguiendo las mismas mayorías absolutas que después Feijóo. 

Y por último, la espantada en el Ayuntamiento de Vitoria, donde alguien, creo que desde el PNV –su candidata perdedora Beatriz Artolazabal–, sacó a los medios la especie de que entre PP y EH Bildu habían acordado repartirse las presidencias de las comisiones, algo usual en aquel ayuntamiento entre los partidos que no están en el gobierno.

Al PP le faltó tiempo para renunciar a dichas presidencias, no le fueran a identificar con EH Bildu, con lo que el ruido mediático de su decisión insólita llamó mucho más la atención que si no hubieran hecho nada. Pero eso es lo que pasa con un partido que se pone líneas rojas a sí mismo –sea con Vox, sea con EH Bildu–, con las contradicciones que ello acarrea, porque, ya de entrada, participar en las instituciones junto con los demás partidos conlleva, quieras que no, coincidir en algo con ellos, por mínimo que sea: el simple hecho de compartir los mismos espacios, por ejemplo. 

Empezar a reconocer la existencia de Vox sería lo básico

La ciudadanía lo que ha percibido es un PP acomodaticio, pasivo, confiado en las encuestas y en los errores de los demás y pensando que tenía la campaña hecha, como si estuviéramos en tiempos de Rajoy en el 2011, cuando la mayoría absoluta le vino prácticamente dada por la crisis económica galopante del último mandato de Zapatero. Y esta vez las cosas no han sido así para el PP, y de qué manera.

Para empezar porque ahora está Vox, un partido salido de su propio seno, con el que tiene que llegar a una entente mínimamente cordial, aunque le cueste. Reconocerle como partido próximo, como interlocutor directo, sería lo mínimo. Y luego llegar a ver la posibilidad de compartir políticas y también de marcar distancias, pero desde un plano de igualdad. El PP no puede soportar la existencia de ese partido. Sabe que, de no haber sido por Vox, todo el espacio de la derecha, con los votos conseguidos en estas elecciones, le habría dado, de largo, la mayoría absoluta.  

El candidato del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. EFE/Javier Lizón
El candidato del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. EFE/Javier Lizón

Empezar a reconocer la existencia de Vox sería lo básico. Pero Feijóo no está preparado para eso. La prueba la tenemos en que nada más saber el resultado del 23 de julio a quien llamó primero fue al PNV, al mismo partido que había contribuido decisivamente a descabalgar a Rajoy en 2018. Al PNV le faltó tiempo para salir a los medios y airear su desplante. No sólo no está dispuesto a acordar nada con Feijóo sino que ni siquiera está dispuesto a reunirse con él, por su proximidad con Vox.

Después el líder del PP se fue a Santiago de Compostela, a recordar viejos tiempos, y asistió a las celebraciones del día de Santiago, junto al presidente de la Xunta, Alfonso Rueda, su heredero en el cargo. Feijóo asistió allí en primera fila a todos los actos oficiales, es de suponer que en calidad de antiguo presidente, y después hizo unas declaraciones para decir que en unas semanas iba a llamar al PSOE y a Vox para hablar de la investidura. Fíjense qué obcecación en el orden de factores: primero dijo PSOE y luego dijo Vox. 

Este trato displicente a Vox y esta condescendencia con ese sector fantasmagórico del PSOE que, según Feijóo, no seguiría a Sánchez, sino que le preferiría a él mismo, es una alucinación que el propio Feijóo está pagando. O ha pagado ya, para mejor decir. Por eso afirmamos que Alberto Núñez Feijóo es un pato cojo y que el PP, con él, lo tiene muy complicado para alcanzar el gobierno (tan complicado al menos como Pedro Sánchez). 

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