Paren el mundo…
Pensar que podemos autodeterminarnos simbólicamente en un mundo saturado de significantes y vacío de significados con sólo desearlo, equivale a creer que no cabe más consuelo que el consumo
Son estas fechas propensas a la melancolía, porque nos parece que el futuro ya no es lo que solía ser; que ha ocupado el lugar que antes tenía el pasado en nuestras añoranzas. Tras la muerte de Dios y la catalepsia del socialismo real, quedan ya tan pocas certidumbres a las que agarrarse, que la propia idea del mañana es tan inasible, que solo los profetas de las TED Talks osan elucubrar sobre él en sus homilías motivacionales.
Pero lo cierto es que el mundo se ha hecho tan instantáneo, complejo y complicado; tan estrechamente interconectado y tan informativamente intenso, que su devenir se ha vuelto impredecible, al punto de que, a falta de mejor cabeza de turco, responsabilizamos a nuestra generación de políticos de nuestras cuitas, acusándoles de ser más mediocres que sus antecesores, cuando lo que quizás ocurra en realidad no sea otra cosa que ser tan incapaces de comprender el mundo actual como sus votantes.
Al igual que los gobernados, los gobernantes han trocado entendimiento por notificación, y reaccionan como mejor saben -casi siempre con el paso cambiado-, a las señales con las que los sistemas algorítmicos en los que hemos delegado nuestros asuntos nos alertan de algún evento, sea banal o trascendente.
En cualquier momento de cada uno de los 365 días del año, unos cinco millones de buques portacontenedores navegan los siete mares, un trasiego que señala la vastedad de las cadenas de suministro globales y lo incognoscible de los sistemas comerciales, financieros, reguladores, militares y tecnológicos que hacen posible una economía global que está construida sobre un flujo continuo de objetos, capital y datos.
Ni hay nadie a los mandos, ni puede haberlo, porque estas redes de sistemas no son fruto de diseño inteligente alguno, sino que han evolucionado heurísticamente hasta terminar gestionando de manera autónoma información distribuida en un universo de nodos, cada uno de los cuales interactúa con datos que solo conciernen a su propia tarea, sin saber nada de lo que ocurre dos puntos de red más allá.
No hay por consiguiente consciencia alguna que de coherencia a los billones de operaciones que ocurren cada segundo, por lo que la mera idea de que estas decisiones automáticas puedan estar sometidas a la toma de decisiones éticas y estén sujetas a juicios morales es tan absurda como tratar de hallar un propósito final en lo que no es más que una formidable coreografía de automatismos, que parafraseando al escritor ruso Iosif Brodsky, aseguran la estabilidad de un sistema que intenta crear orden a partir del caos. Vista así, la economía mundial es como un ciclista que sigue pedaleando en la oscuridad para no caerse, sin saber adónde va, ni para qué.
No es de extrañar pues que impere el desconcierto, y que, como sostenía el sociólogo francés Jean Baudrillard, la racionalidad de la producción ha pasado a ser la racionalidad del consumo, porque el consumir nos hace lo que somos, como parte integral de un sistema en el que pagamos por el simbolismo de los productos, más que por su valor funcional, para que no se nos caiga la bicicleta. Pedalear por pedalear.
Con todo esto compramos simulacros de alguna identidad, tan efímera como artificial, asociada a esta o aquella marca comercial; un espejismo que por un tiempo tapa la depresiva vacuidad que nos ahoga al barruntar que hemos caído en la trampa del “voluntarismo mágico”, descrito por el psicólogo inglés David John Smail, consistente en habernos dejado convencer de que nuestros infortunios son culpa de nuestra indolencia o tal vez de alguna tara nacional, porque está en nuestra mano ser y conseguir lo que queramos, si nos esforzamos lo suficiente y escuchamos lo que nos dicen los influencers y los gurús corporativos, y leemos, con fruición y aprovechamiento, los abundantes libros de autoayuda a nuestra disposición.
Por eso no es de sorprender que en estos tiempos pandémicos haya salido a la superficie el secreto a voces de nuestra frágil salud mental, y que vivamos en la paradoja de que en la era hiperinformatizada se estén replicando los rasgos neuróticos que caracterizaron el oscuro periodo de la Peste Negra, cuando la paranoia y la desesperación motivaron la búsqueda de chivos expiatorios en conspiraciones de brujas y herejes.
Frente a esto, a finales de 2021, nuestros líderes políticos -que vagan tan errantes y desorientados como nosotros mismos- no saben qué otra cosa hacer salvo declamar con aplomo vanilocuencias biensonantes, que, a la postre, sirven poco más que de visillos tras los que amagar lo que elegimos no saber, aunque lo sepamos. Y es que, surgiendo la fortuna de la falta de intenciones, y el azar de la falta de razones, pensar que podemos autodeterminarnos simbólicamente en un mundo saturado de significantes y vacío de significados con sólo desearlo, equivale a creer que no cabe más consuelo que el consumo.
Felices fiestas, amable lector.