Pandemia y sentido de la deportividad
La pandemia nos ha recordado, con énfasis extraordinario y de una forma masiva, que todos y cada uno de nosotros somos siervos de la fortuna. Y esto nos da que pensar.
Durante el asedio de la pandemia, todos los medios de comunicación estaban ansiosos de nuevos contenidos y, por otro lado, los charlatanes de turno estábamos confinados por mandamiento legal. El cóctel resultó explosivo: nunca se habían acumulado tantas invitaciones a expresarse en variedad de canales. Entre las preguntas repetidas, una de las más frecuentes ha sido la de cómo seremos una vez superado el virus insidioso.
Hace poco, preguntado por esta cuestión, me aventuré a destacar tres campos en los que considero muy probable una transformación colectiva debida a esta primera -y dolorosa- experiencia genuinamente simultánea y universal de la humanidad: el cosmopolitismo, superador de identidades y fronteras; segundo, unas relaciones interpersonales mejoradas en la comunicación telemática y los hábitos de higiene; y finalmente, lo que denominé un sentido para la deportividad. Aquí me gustaría extenderme un poco más en este último punto.
La democracia liberal en que vivimos institucionaliza, en cambio, la pluralidad, la diversidad de razones y el sano relativismo, y acoge cierta aleatoriedad imprevisible, salpimentado de caos, que Platón expulsaría con severidad de su república, como ya decretara con los poetas
Deportividad significa tomarse una actividad como un juego, del que nunca es ajeno un cierto azar, y aceptar de antemano las contrariedades que necesariamente conlleva jugarlo. Cada uno de nosotros había planificado con mayor o menor detalle su agenda para la primavera de este año veinte y de pronto todo quedó reventado por la acción del coronavirus; contábamos con el normal funcionamiento de cosas e instituciones en esa estación y hubimos de permanecer confinados casi tres meses y muchos enfermaron y otros murieron; anticipábamos el deleite del verano y la frescura del inicio de la temporada en otoño y las nuevas circunstancias creadas han desbaratado la mayoría de nuestras previsiones. La pandemia nos ha recordado, con énfasis extraordinario y de una forma masiva, que todos y cada uno de nosotros somos siervos de la fortuna. Y esto nos da que pensar.
Porque sabemos que la virtud y el esfuerzo no garantizan nunca el resultado apetecido. No aseguran nada porque en toda la materia de lo humano está involucrado siempre un ingrediente aleatorio de azar o casualidad que nos demuestran que hay parte de la realidad, incluso de nosotros mismos, que escapa obstinadamente a la planificación calculadora. Esto es así incluso en el ámbito de la ciencia moderna, cuya primera imagen (Newton, Laplace) fue mecánica. Pero a fines del XIX empezó a deslizarse el azar en el seno de los grandes sistemas científicos. Einstein se resistió arguyendo aquello de que «Dios no juega a los dados con el universo», con lo que decía que el azar no está en las cosas mismas y es sólo producto de nuestra ignorancia. Pero la tesis contraria de Bohr, que combina la necesidad con el azar, ha acabado prevaleciendo en la comunidad científica. Al parecer, Dios sí que juega un poco y nos invita a que ejercitemos nuestra aptitud para el juego.
Se le atribuye a Picasso la frase de que «la inspiración me sorprende siempre trabajando», con lo que venía a decir que sólo trabajando mucho sopla a veces la inspiración en algunos pocos, mientras que, sin ese trabajo, no sobreviene nunca, de modo que el mérito aumenta las posibilidades del éxito artístico, que descansa sobre una gracia que nos trasciende, si bien todos sabemos que, por mucho que se esfuercen, la gran mayoría nunca producirá nada artísticamente valioso. Lo mismo cabe repetir en el ámbito moral: la práctica de la virtud hace más probable la posesión del bien ambicionado, pero nadie nos promete nada, porque, dado que la vida humana tiene mucho de juego de azar, en el resultado interviene en algún grado la suerte. Y no olvidemos una experiencia aún más radical: la del caos, que el mito siempre situaba en el origen de los tiempos, antes del orden primordial. A veces experimentamos que la adversidad desordena todo, que se complace en arruinar la mejor voluntad por nuestra parte sin ventaja para nadie, que contradice la razón hasta grados insoportables. A veces la vida nos parece directamente un caos absurdo.
He aquí lección de la pandemia que me gustaría subrayar ahora. ¿Quién imaginó el caos que la enfermedad ocasionó en el planeta entero? Definitivamente, no controlamos nada. Como dice el profesor Areilza Carvajal citando el libro Dance with Chance (de Makridadis, Hobart y Gaba), sufrimos una «ilusión de control» que nos engaña haciéndonos creer que el futuro es más predecible y menos incierto de lo que verdaderamente es. Solemos negar la importancia de la suerte en nuestras vidas, tendemos a racionalizar el éxito y el fracaso, y atribuirlo a decisiones relacionadas con el mérito. Pero la pandemia nos ha hecho aún más evidente la necesidad de practicar una cierta modestia sobre nosotros mismos y los demás. Somos vicisitudes hechas accidentalmente de la materia del azar y esa inseguridad consustancial nos advierte contra la tentación de hallar a nuestra biografía una necesidad retrospectiva o de proponer otros casos como precedente dignos de imitación.
Uno de los libros que he vuelto a leer durante la pandemia ha sido La república de Platón y al hacerlo he sentido que el libro nos enseña mucho, por contraste, sobre la democracia contemporánea. Platón, que imagina la utopía de una «sociedad cerrada» (Popper), trata de imponer un «totalitarismo del bien» impuesto por una única razón monológica que excluye como irracional cualquier alternativa a la suya. La democracia liberal en que vivimos institucionaliza, en cambio, la pluralidad, la diversidad de razones y el sano relativismo, y acoge cierta aleatoriedad imprevisible, salpimentado de caos, que Platón expulsaría con severidad de su república, como ya decretara con los poetas. A nosotros la pandemia nos ha confirmado para siempre que la suerte, buena o mala, forma parte de la democracia y, reiterando la importancia de la deportividad, previene al buen entendedor contra todo género de totalitarismo.