Panamá, la Suiza con palmeras
La arquitectura financiera y tributaria internacional suele ir a remolque de la realidad. En el caso de Panamá, país que desde el 3 de abril se asocia a la mayor revelación de papeles confidenciales de la historia, el décalage es de exactamente 89 años.
Es el tiempo transcurrido desde 1927, cuando se promulgó la Ley 32 que dio carta de naturaleza a sociedades mercantiles formadas por extranjeros destinadas a operar fuera de su jurisdicción. Nacía la compañía offshore panameña.
Eran tiempos turbulentos. En Europa, la inestabilidad que siguió a la I Guerra Mundial llevó a gran número de fortunas a huir a Suiza, que en 1934 instauró el secreto bancario convirtiéndose en el paradigma de país refugio para ricos.
Panamá, un protectorado de facto de Estados Unidos desde 1903, cuando la US Navy apoyó su secesión de la Gran Colombia, era la ubicación transatlántica ideal para una jurisdicción business friendly en la que empresas y ciudadanos de cualquier país pudieran ocuparse de sus negocios sin la incómoda novedad del impuesto sobre la renta (introducido en EE.UU. en 1913) y el corporate tax, que desde el armisticio de 1918 se había duplicado para las empresas norteamericanas hasta el 12,5% de sus beneficios.
Dicen que solo hay dos cosas seguras en la vida: la muerte y los impuestos. Las funerarias sustentan su negocio en la inevitabilidad de lo primero. La industria de los servicios financieros, corporativos y tributarios especiales –sociedades offshore, cuentas numeradas, y special purpose vehicles (entidades de finalidad específica)— vive de la aversión del dinero al riesgo y su afán por eludir al fisco.
La crisis, la corrupción, la sucesión de escándalos y sucesivas revelaciones –Gürtel, lista Falciani, Luxleaks, etc. – han hecho que las actividades offshore hayan pasado de ser una embarazosa realidad sobre la que se hablaba poco a considerarse un pecado mortal del capitalismo, que estigmatiza a quien es identificado con ellas.
Los Panamá Papers nos revelan ahora que existen en el mundo millones de pecadores… Tantos como sociedades extraterritoriales radicadas en diferentes jurisdicciones offshore, desde las islas Cayman a Gibraltar, Luxemburgo, Irlanda u Holanda. Desde el estado norteamericano de Delaware al emirato de Dubai, pasando por Hong-Kong o las islas Cook.
El joven profesor de la Universidad de Berkley Gabriel Zucman afirma en su libro ‘La Riqueza Oculta de las Naciones’ que entre un 8% y un 10% del Producto Mundial –unos 7 billones a de dólares—se refugia en jurisdicciones extraterritoriales.
Otras opiniones estiman que se queda muy corto. Un estudio publicado en 2012 por la ONG Tax Justice Network dirigido por James Henry, ex economista jefe de la consultora McKinsey, cifró en 21 billones de dólares el capital desviado a paraísos fiscales, una suma sensiblemente superior al PIB de EEUU, de unos 18 billones de dólares el pasado año.
¿Proviene todo este capital de actividades ilícitas? ¿Tener una sociedad offshore obedece únicamente al deseo de ocultarse al fisco del país de origen? En suma, ¿es ilegal para un individuo o una empresa fundar y operar una sociedad offshore?
La respuesta es: depende. Depende de que la sociedad y los beneficios que genere se declaren a las autoridades fiscales del país donde residen y tributan sus propietarios.
Es una obviedad que una inmensa mayoría de los capitales generados por actividades ilícitas–desde el narcotráfico al terrorismo o el comercio de armas, de animales o de personas—se canaliza a través de un complejísimo entramado de sociedades pantalla, cuentas secretas y mecanismos de ingeniería financiera.
Pero, ¿para qué necesita una compañía o un individuo que no pretende delinquir una sociedad offshore y los servicios bancarios confidenciales que ineludiblemente llevan aparejados? Los motivos se enmarcan, con variantes, en tres grandes áreas: seguridad, agilidad operativa y optimización tributaria.
Una sociedad offshore permite separar la propiedad de un activo de su matriz principal, aislando a una y la otra de riesgos operativos, financieros o regulatorios. Y mantiene, además, la identidad de los propietarios reales a salvo de miradas indiscretas, sean potenciales terroristas o competidores de métodos agresivos.
Esa misma sociedad, que en la mayor parte de las jurisdicciones offshore se puede constituir en pocos días, por poco dinero y con pocas exigencias (véase el cuadro comparativo de las 20 principales del mundo) facilita la creación vehículos societarios para transacciones específicas como fusiones y adquisiciones, para fondos de inversión o para el cobro de honorarios profesionales o artísticos.
Y, finalmente, las sociedades offshore son necesarias para las sofisticadas estrategias de mitigación fiscal que aplican las grandes empresas para el impuesto de sociedades de los países en que venden o comercian mediante un juego –hasta ahora legal aunque dudosamente legítimo—de facturaciones y contra facturaciones.
La más célebre se conoce como el ‘doble irlandés con un sándwich holandés’. Consiste en que una multinacional canalice los beneficios obtenidos en países de fiscalidad elevada primero hacia su sede radicada en Irlanda, de ahí a una filial en Holanda y finalmente a una segunda sociedad irlandesa, pero ésta domiciliada en una jurisdicción offshore.
Este ha sido el diseño seguido, entre otras, por Apple, Google o Microsoft hasta que Irlanda, obligada por la UE y la creciente indignación popular, modificara en 2014 su legislación. ¿Legal? Totalmente. ¿Legítimo? Dudoso. ¿Justo? En absoluto.
Los papeles de Panamá ya se han cobrado sus primeras víctimas. Pero es difícil predecir cuál será su alcance y efecto a largo plazo. ¿Servirán para acelerar y endurecer la legislación internacional y –sobre todo—el intercambio de datos financieros y fiscales que permitan combatir eficazmente la evasión transfronteriza?
O, tras el ruido o y la furia, ¿ocurrirá lo mismo que con el llamamiento de Nicolas Sarkozy en 2008 para ‘refundar el capitalismo’?. Desde entonces, y pese a las listas negras, grises y blancas de países en función de su status fiscal, la transferencia de capital hacia jurisdicciones offshore no ha hecho más que aumentar. Al igual que la desigualdad, los beneficios empresariales y otros indicadores que anuncian el triunfo de las finanzas sobre la política.
Lo probable es que sigan rodando cabezas. En algún caso, con motivo; en otros a consecuencia más del reproche estético que de una verdadera responsabilidad ética. En serio: ¿realmente vamos a meter a Bertín Osborne, Mario Vargas Llosa e Imanol Arias en el mismo saco que a los testaferros de Vladimir Putin?
Lo eficaz, pero improbable, sería que una robusta lucha internacional contra el fraude fiscal que permitiera a España recuperar los 80.000 millones de euros que –optimizados o directamente evadidos—descansan en Panamá y otros paraísos fiscales en lugar de engrosar las arcas públicas.
Lo demás es demagogia o periodismo amarillo.