Ortega, en la Barcelona de los Amancios
Ya es el mayor propietario de bienes raíces. Más que la andorrana María Reig. Más que Isak Andic, el sefardí nacido en el Bósforo, con huella de blue jeans en el Pedralbes de los setentas. Más de lo que lo fue Enric Bernat, el inventor del Chupa Chups, fijador del último precio de Gaudí, en la Casa Batlló. Más que José Manuel Lara. Más que el binomio Palatchi-Gallardo y más que la patrimonial de los Carulla. Amancio Ortega, padre y patrón de Zara, es más. Es el tercer hombre más rico del planeta, el magnate que más incrementó su patrimonio en 2012, según ha certificado Bloomberg.
Es bien sabido que el fundador de Inditex ha invertido 223 millones de euros en sus últimas capturas catalanas: el edificio de BBVA ubicado en pleno centro simbólico, en plaza Catalunya, con 14.000 metros cuadrados, casi pegados a su anterior pieza, la tienda de Apple. Y, si les puede la curiosidad, solo deben andar Paseo de Gràcia arriba hasta llegar a Burberry, en la esquina con Aragón, escaparate del edificio de la antigua Sociedad Anónima CROS, la química del cracker, la de Josep Maria Bultó y de Paco Godia, dos presidentes enormes, antes de mutarse en Ercros, híbrido de tercera generación.
Valentí Puig ha escrito que la expansión gallega es hija del esfuerzo frente al pesimismo mágico. El galleguismo abunda en meigas, como demostró en su día Camilo José Cela, el autor de La catira, una novela del llano y de la selva, que glosó al dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, y que le fue encargada desde Caracas al escritor de Padrón, cumbre de las letras hispanas, pero orfebre decaído de las gallegas. Don Camilo accedió y, desde su publicación en 1955, La Catira es una herencia infamante. Hija de la peor hispanidad, cruce de jinetes apocalípticos (los generales Franco y Pérez Jiménez), la hagiografía del sátrapa venezolano se quedó anclada entre la diplomacia y los papeles de la gleba.
A Ortega le puede el ladrillo. Es accionista directo de Gartler y Partler, las dos sociedades a través de las cuales controla Inditex, su matriz textil. También tiene una participación directa en inversiones Menlle, en la que la socia mayoritaria es su esposa, Flora Pérez, y en cuyo accionariado también está presente su hija menor, Marta. Además de estas tres sociedades, Ortega es accionista directo de Pontegadea Inversiones, que a su vez tiene el 100% de Ponte Gadea, la cual posee la totalidad del capital de Pontegadea Inmobiliaria. Es el núcleo del imperio paralelo de Amancio Ortega y en él ha jugado un papel clave José Arnau Sierra.
Mientras Ortega subía a los cielos del ranking de Forbes, Galicia vivía la resurrección de Suso de Toro y Manuel Rivas, entre otros, un grupo creciente a la sombra alargada de Rosalía de Castro o entre los embrujos del gran brujo, Álvaro Cunqueiro.
El estilo importado desde los cayos de Costa da Morte ha refundado una pequeña Barcelona: la ciudad de los Amancios, la del consabido Ortega y de su tocayo Amancio López, patrón de la cadena Hotusa, que tiene su botón de ancla en el Gran Marina junto al World Trade Centre del Puerto Autónomo; y especialmente del más ocasional (o del menos catalán), Amancio Prada, cantor poético del amor oscuro, intérprete cenital de los místicos españoles.
A pesar de las apariencias, la Barcelona de los Amancios no es menor de lo que fue el Madrid de los Ramones (Valle-Inclán, Pérez de Ayala o Menéndez Pidal y, especialmente, Ramón Gómez de la Serna, jayán del vanguardismo europeo de su tiempo). No lo es, por lo menos en intensidad, aunque no compita en creatividad. La ciudad del Ateneu, nunca tuvo un Pombo. Y apenas en el Turia (lugar de reunión del Medio Siglo) registró el fulgor y la muerte de sus mejores letras, antes de la inmersión reguladora.
Al Midas gallego le gusta explicar que Inditex, presidida actualmente por Pablo Isla, se constituyó el 12 de junio de 1985, con sede en Arteixo (A Coruña). El germen del grupo, sin embargo, se remonta al taller de fabricación de batas creado en 1963 por Ortega y su primera mujer, Rosalía Mera, a la que conoció cuando ambos trabajaban en una mercería. En 1972 se constituyó Confecciones Goa, que tomó para su nombre las iniciales de Amancio Ortega Gaona en sentido inverso.
Cuando se lanzó a la aventura de vender la ropa en sus propias tiendas, Zara abría sus puertas en una céntrica calle de A Coruña. El empresario se encarga de remarcar siempre que puede que mucho antes de abarcar un mercado global de 80 países, hundió sus raíces en Arteixo, mito de las escuelas de negocio y centro de una peregrinación empresarial –comparable a la Plaza de Obradoiro de Santiago en año compostelano- con miles de visitantes anuales atraídos por el corazón logístico de Zara, una gigantesca ruleta que reparte las prendas que salen de la fábrica en cientos de cajas con destino a cualquier rincón del planeta.
Por suerte, lo suyo no empezó en un garaje. Su origen de mercería le humaniza, le acerca al mito catalán de las vetes i fils. ¿Se han preguntado por qué escritores como De Toro y Rivas se sienten tan a gusto entre nosotros? ¿O por qué le ocurre lo mismo al vasco Bernardo Atxaga? El bilingüismo acentúa la fuerza genésica de la palabra. Y Ortega parece saberlo. A los bancos les pide dinero para comprar piedra y resulta que, burla burlando, entre sus capturas aparecen las propias sedes de las entidades, como acaba de ocurrir con el BBVA de Plaza de Catalunya. Su garantía de comprador la avala el vendedor. Y es que el patrón de Zara aplica al tocho un principio de cazador bajista, el que utiliza Warren Buffet en los mercados de valores.