Oda a los concursados. Jodidos o jodiendo al país

 

En plena sesión del Senado allá por finales de los 70, el sacerdote Xirinacs llamó la atención a un senador bien conocido: “¡Señor Cela, está usted durmiendo!». A lo que el escritor le respondió: “No, estoy dormido”. Su interlocutor le replico: “¿Es lo mismo, ¿no?”. “No, monseñor, son cosas distintas”, instruyó don Camilo: “No, no es lo mismo. No es igual estar durmiendo que estar dormido, al igual que no es lo mismo estar jodiendo que estar jodido”. Parafraseando a Cela, hoy España esta jodida, pero por favor no sigamos jodiéndola.

Volviendo más atrás en la historia hacia el 1554 apareció la primera edición del Lazarillo de Tormes, donde su autor nos relató un país de listos. Apenas faltan 35 años para que esa obra cumpla cinco siglos de historia y esa picaresca todavía rueda por el mundo empresarial del país. Es sorprendente que hayan cerrado cerca de 450.000 empresas (datos Cepyme) desde el inicio de la crisis, y apenas 15.000 hayan presentado concurso de acreedores. Es decir, un buen número han recurrido a la picaresca, llamémosle bajada de persianas o desaparición.

Esto provoca que la mayoría de juzgados ordinarios, en general los del ámbito Social e Instrucción, están sobrepasados por expedientes eternos por la mala praxis de algunos de no recurrir al concurso de acreedores, antigua suspensión de pagos. Y por “simpatía” dan lugar a infinidad de rebeldías provocadas por la mala actuación de un buen número de empresarios, emprendedores y autónomos. En muchos casos, no podemos negarlo, mal aconsejados por abogados con más interés en su bolsillo que en su cliente.

Paradójicamente, la sociedad y el país castiga con más fuerza a los 15.000 concursados, aquellos que diligentemente han puesto sus números delante del Juzgado Mercantil como indica la ley. Estas personas son, en la práctica totalidad, condenados al ostracismo, a desaparecer de la vida social, a no poder nunca más emprender un negocio. Tildados de fracasados y repudiados por la sociedad a la que tanto han dado. Y todo, simplemente, por haber cumplido su obligación legal y en la mayoría de casos moral.

Eso es bien conocido y nadie hace nada por impedirlo. A la sociedad, en general ya le conviene encontrar culpables. Pero cual mancha de aceite se expanden sus historias y debería hacernos pensar que muchos de los que se niegan a presentar concurso no lo hacen, simple y llanamente, por el pánico que genera ser concursado.

Debemos, pues, “odar a los concursados”: articular medios para darles la palabra, escuchar sus propuestas, aprender de sus experiencias. Es un capital humano que estamos perdiendo de forma definitiva, y este país no se lo puede permitir. Son concursados, no delincuentes, ni asesinos.

En un periodo de cambio electoral como el actual, no debemos olvidar que los concursos de acreedores no son periodos fáciles ni sencillos de solucionar, pero si no les damos voz a todos, y los dignificamos como un periodo difícil en la vida nunca serán la solución a los problemas de empresa.

Pero eso nos lleva a otro problema. Sí todas aquellas empresas que a día de hoy estuvieran en supuestos de concurso, hablamos de miles y miles, presentaran sus cuentas en los juzgados mercantiles estos se colapsarían aún más. Es duro decirlo, pero sería un mal menor. Serviría para ver cuán realmente “jodido” está el país. Y eso no es más que nuestra obligación. Paremos de escondernos de una vez. Porque no hacerlo es seguir jodiendo, y parafraseando a Cela no es lo mismo tener un país jodido que seguir jodiendo un país.

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