Obstáculos al teletrabajo: en la “nueva normalidad”, vieja mentalidad
En el debate sobre el teletrabajo, el foco debe ponerse en su necesidad como herramienta de salud pública: lo exige una pandemia que puede durar dos años
Es la expresión de moda: nueva normalidad. Pero parece que algunos han decidido quedarse con el sustantivo y olvidarse del adjetivo. Se ha acabado el estado de alarma, así que, todo vuelve a ser como antes del 14 de marzo, ¿no?
Así parecen pensar nuestros jóvenes, encontrándose en calles y parques, en grupos donde la mascarilla es la excepción y la distancia social inexistente (la COVID-19 es cosa de “viejos”). Así piensan también esos grupos de ciclistas y corredores que comparten alegremente su hiperventilación. Así razonan todos los que se juntan en mesas bares y restaurantes, porque hay que cuidar las amistades y, de paso, contribuir a recuperar el sector hostelero.
Y añadamos al grupo de los pro-normalidad a los directivos de las administraciones públicas, los que determinan el sistema de trabajo en los edificios de oficinas más grandes del país: trescientas, quinientas… cinco mil personas en un mismo centro de trabajo. Esos políticos están exigiendo la presencia física de todo el funcionariado, ahora o en septiembre. Se separan un poco las mesas para que haya un metro y medio entre trabajadores y se ponen mascarillas o mamparas para los que atiendan público, pero a trabajar como antes. Y ya iremos negociando y redactando decretos para ver como regulamos esto tan de moda del teletrabajo.
¿A esto se reduce el adjetivo “nueva” en la expresión “nueva normalidad”?
La respuesta debe ser negativa. El concepto de nueva normalidad ha de ser interpretado mucho más drásticamente: como una verdadera ruptura con la realidad anterior, con las formas del pasado de relacionarse, de trabajar y, en general, de vivir.
Durante el próximo año, o quizás dos, el nuevo entorno que nos tocará vivir es radicalmente diferente de la vida que llevábamos antes de la COVID-19. Convivimos con un virus que no tiene vacuna, una enfermedad invisible, con la capacidad de esconderse cuando parece controlada y con gran rapidez de propagación, que aviva los rebrotes en cuanto empezamos a relajarnos y que hace cosas que aún no entendemos, como todas esas personas recuperadas de la enfermedad pero que son susceptibles de volver a infectarse porque no han generado anticuerpos.
La incidencia de la Covid-19 ha tenido una reducción progresiva pero la recuperación es de una gran fragilidad, como demuestran los numerosos rebrotes en España y en países que ya habían dado la pandemia como controlada (que no eliminada), como China y Corea del Sur. En este último país, unánimemente alabado a nivel internacional por su gestión de la pandemia, ya no se habla de simples rebrotes, sino que se declara ya sin reservas una segunda oleada de Covid-19.
Lo último que deberían hacer nuestras organizaciones, públicas y privadas, es ignorar el reto al que nos enfrentamos, cerrar los ojos ante la realidad y minimizar los cambios a realizar: la nueva normalidad no puede ser la antigua normalidad con mascarillas.
Y, sin embargo, este es el pensamiento que parece inspirar las decisiones de nuestros responsables políticos, preocupados por volver a la normalidad, volver a lo de antes, y así, supuestamente, conseguir una recuperación económica para ya (y salvar, para empezar, la campaña turística de verano). Inconscientes al hecho de que, sin la visión estratégica y el cambio de mentalidad necesarios, la recuperación será de muy corto alcance.
Todas esas decisiones y actividades que hoy los que dirigen nuestras organizaciones postergan a septiembre son como el comportamiento de un niño que, tapándose los ojos con las manos, pretende que la realidad desaparezca. Y la realidad es que en septiembre seguiremos tan inmersos en una emergencia sanitaria como ahora. Porque el fin del estado de alarma no quiere decir el fin de la emergencia sanitaria.
¿Serán capaces los “tomadores de decisiones” en este país de aprovechar el verano para diseñar la nueva estrategia, el cambio organizacional que requiere la nueva normalidad?
Caminando hacia atrás, deshaciendo lo andado
Durante el confinamiento, trabajadores, empresarios y funcionariado debieron adaptarse al teletrabajo. La sorpresa, para muchos de los propios implicados, fue comprobar que la nueva organización del trabajo funcionaba, con asignación y cumplimiento de objetivos, contacto telefónico entre jefes y subordinados y reuniones departamentales. La tarea continuó saliendo y, en muchos casos, la productividad mejoró, tras los primeros momentos de desconcierto organizativo y con la puesta en marcha de las herramientas informáticas necesarias (ese acceso VPN, como puente al ordenador de la oficina).
Los empleados conciliaron sus obligaciones familiares con su trabajo y ahorraron tiempos y gastos de desplazamiento (y contaminación). Las empresas y administraciones ahorraron en luz y aire acondicionado, y en papel y desgaste de ordenadores, y en servicios de limpieza y de vigilancia.
Pero, con el fin del estado de alarma, llegó la nueva normalidad y directivos de los sectores privado y público debían tomar una decisión: ¿continuamos con el teletrabajo en los puestos y con las personas que han demostrado, durante tres meses, que funcionan igual (o mejor) con este sistema?… ¿o volvemos al sistema presencial, a lo de antes?
Desafortunadamente, la opción general parece clara: dejemos todos de teletrabajar y volvamos a la oficina. Vamos a negociar una ley de teletrabajo, un decreto, unos protocolos. Abramos un periodo de reflexión y debate sosegado: la prisa es mala consejera.
Pero, señoras y señores dirigentes, ¿han olvidado que seguimos inmersos en una emergencia sanitaria? Y, sí, tenemos prisa: va implícita en el concepto de emergencia. ¡Hay que teletrabajar ya!: pero, ojo. Esto no significa que haya que aprobar leyes y decretos en dos meses. Para que haya teletrabajo no hace falta una norma reguladora. Dejemos que empleadores y empleados se autorregulen, dejemos al teletrabajo espacio para crecer y, si después de un año o dos se ve que existen abusos, legislemos para impedirlos.
La clave de este momento es que no podemos esperar a la negociación de normas: por causa de la covid-19 la alternativa menos mala es permitir el teletrabajo en tiempos de pandemia y durante este tiempo preparar su regulación en lo que se haya visto necesario.
¿No podríamos reflexionar y regular mientras mantenemos lo que funciona? Lo que funciona ¿para qué? Para las partes implicadas: para empleador y empleado (los dos están de acuerdo en continuar) pero, sobre todo, lo que funciona para proteger la salud pública global del país.
El elefante en la habitación: el teletrabajo en tiempos de pandemia
Hemos (re)tomado con fuerza el debate público sobre el teletrabajo precisamente porque se ha utilizado a escala masiva durante el confinamiento y se ha visto que, no sólo era teóricamente deseable, sino que, de hecho, funcionaba en general.
Pero llega el fin del estado de alarma y se decide regular la figura… y, a la vista de los borradores de documentos públicos existentes y también de las declaraciones públicas de los agentes sociales, se comprueba que se está olvidando la vinculación del teletrabajo con el hecho que lo impuso de manera global: con la pandemia COVID-19.
Ese es el elefante en la habitación que se está ignorando: el teletrabajo como herramienta de la política de salud pública, como elemento clave para reducir los rebrotes de la enfermedad (de la actual y de las siguientes pandemias que, en un mundo globalizado, seguro, vendrán), el teletrabajo como instrumento de prevención de riesgos laborales.
En el debate actual se están tratando los mismos temas que podíamos haber estado hablando antes de marzo de este año. Los sindicatos hablan de la conciliación de la vida laboral con la familiar, de la necesaria voluntariedad por parte del trabajador, de la necesidad de controlar horarios excesivos, etc. La patronal advierte de los peligros de la híper-regulación, de que un exceso de costes imputados a la empresa puede llevar a la deslocalización, del necesario control de la persona teletrabajadora, etc. Y se habla de la medición del desempeño por objetivos, de horarios troncales mínimos y flexibilidad del resto, de la alternancia del teletrabajo con el trabajo presencial …
Pero ¿dónde queda la pandemia?
El teletrabajo como herramienta de prevención de riesgos laborales
El primero de los principios de acción preventiva es el de evitar el riesgo siempre que sea posible. Y en una situación de pandemia por un coronavirus que se propaga principalmente de persona a persona, un virus que puede permanecer invisible (asintomático) durante 14 días en un sujeto infectado, la mejor prevención es evitar el contacto interpersonal.
Para conseguir esto, se está confiando en las mascarillas, mamparas en las mesas y en la distancia de seguridad. Pero estos elementos tienen grandes limitaciones.
La mascarilla es un equipo de protección individual (EPI) que, como sucede con todos los EPIs, bien saben los prevencionistas que es fácil llevarlos mal colocados y es difícil conseguir su uso continuado por todos los trabajadores: porque, simplemente, son incómodos. A lo que se añade que las mascarillas pierden poder filtrante cuando se humedecen, con nuestra propia respiración, y no deben usarse más de un número determinado de horas: desde luego, no deben usarse durante toda una jornada laboral.
Respecto a la distancia de seguridad, por muy concienciado que uno esté, al cabo de un rato de estar con otros, es fácil olvidarse de ella, no darse cuenta y pasar junto a alguien a menos de un metro. Además, la mascarilla puede producir una falsa sensación de seguridad en quien la lleva, que olvida que la mascarilla quirúrgica (las que no son FFP2 o N95) no protege a uno mismo sino a quienes le rodean. Y si el uso de las mascarillas en el centro de trabajo no es obligatorio, salvo para quienes tratan con público, entonces nos encontramos en oficinas donde con sólo un empleado que no lleve mascarilla, ya se pueden infectar todos los que comparten despacho.
A lo que se añade que mascarillas y mamparas reducen su eficacia si está infectado el aire recirculado por los sistemas de climatización. Trabajamos en oficinas en que las ventanas no pueden abrirse o que pudiendo abrirse, no se hace para evitar la entrada de calor o frío, por lo que la renovación de aire depende completamente del sistema de climatización. En una oficina estándar, la renovación del aire del local se produce cada 20 minutos aproximadamente. En un hospital es cada 10 minutos. El aire nos llega impulsado a través de rejillas de impulsión, por lo que, si alguien infectado está delante de nosotros en la línea de corriente, dará igual que esté sentado a metro y medio de distancia o mucho más allá, porque el aire impulsado nos traerá su respiración. Además, las máquinas de aire acondicionado de nuestras oficinas no están pensadas para el filtrado de microorganismos, a menos que trabajemos en un hospital (donde los sistemas utilizan para limpiar el aire filtros de alta eficiencia, adecuados para el riesgo biológico). Una persona infectada de covid-19 en cualquier despacho, a través de los circuitos de climatización de aire, dependiendo del diseño de éste, pues muchos de ellos recirculan una parte del aire que había en el local, podría propagar el virus al menos a toda la planta.
Todos estos factores de riesgo se multiplican cuanto mayor tamaño tiene el centro de trabajo pues es precisamente la acumulación de personas el principal factor de riesgo para la expansión de la covid-19. Con una tasa de incidencia estimada de casos de covid-19 de 0,11% (no de pruebas PCR positivas) como la de Valencia (semana 25), en un centro de trabajo con 100 trabajadores (a los que habría que sumar el personal de limpieza, seguridad o mantenimiento de instalaciones y el público o clientes que acuden al edificio), la probabilidad de que haya al menos un infectado (asintomático o presintomático) es del 11%. La probabilidad se dispara al 67% si el centro de trabajo alberga 1.000 personas. En Madrid, con incidencias estimadas mayores (0,18%), la probabilidad de tener un trabajador infectado sería del 17% para un centro de 100 personas y del 84% para uno de 1.000 personas.
Al aceptar la vuelta al trabajo presencial de todos los trabajadores de un centro sin revisar y actualizar los sistemas de climatización (en lo que sea posible) y sin tener en cuenta el número de personas que trabajan en el edificio (o lo visitan), el riesgo de un rebrote masivo se está sistemáticamente infravalorando.
Trabajo presencial: sólo el imprescindible y tras evaluar el riesgo del trabajador y su entorno de convivencia familiar
En todo gran centro de trabajo de oficinas, la única manera de evitar el riesgo laboral de propagación de la covid-19, es la extensión del teletrabajo, que reduzca los trabajadores presenciales a los verdaderamente imprescindibles. El teletrabajo debería ser la regla y el trabajo presencial la excepción.
El principio preventivo es “Evitar el riesgo siempre que sea posible”. Y, desde luego, es posible mantener en teletrabajo y no hacer volver a quienes han demostrado en estos meses que teletrabajar era posible.
Pero esto es justamente lo contrario de lo que están prescribiendo los planes y protocolos de reincorporación presencial del personal, que primero hacen volver a todo su personal y, después, proclamando la necesidad genérica de “favorecer el teletrabajo”, permiten la evaluación de la posibilidad de prestar este trabajo en modalidad no presencial.
En una situación de emergencia sanitaria como la que vivimos, resulta imprescindible reevaluar el puesto de trabajo, a la luz de la covid-19 y de sus modos y medios de transmisión, antes de la vuelta del trabajador. Y también apartarlo del centro de trabajo, sin hacer volver a este ni un día al trabajador, porque incluso volver un día por semana al centro de trabajo, puede ser un riesgo del todo inaceptable para personas vulnerables a la covid-19 o que conviven con personas que lo sean.
Hay que insistir en esta segunda noción, porque la evaluación de riesgos laborales de un puesto contempla la posibilidad de adaptaciones del mismo en función de circunstancias personales del trabajador, pero, en el caso de la pandemia Covid-19, esta concepción clásica no es suficiente. Es necesario introducir el concepto de evaluación de riesgos cruzada, que contemple también las circunstancias personales de quienes conviven con el trabajador.
El entorno inmediato familiar en convivencia en el mismo domicilio se convierte con la covid-19 en una unidad infectiva con el trabajador. Dado que pasan varios días hasta que se manifiestan síntomas y en un 30% ni siquiera se manifiestan: infectado el trabajador, infectada toda su familia, con una probabilidad cercana al 100%. La experiencia de China y Corea del Sur, con seguimientos exhaustivos de los contactos de cualquier infectado, así lo dicta. La evaluación de riesgos del trabajador ante el contagio de covid deberá tener en cuenta la severidad del riesgo, es decir las consecuencias que resultan si realmente se produce el contagio, no solo sobre el propio trabajador sino también las consecuencias de que se contagie el miembro del grupo de convivencia que tenga el mayor factor de riesgo: un cónyuge, una hija, una madre.
En conclusión, sólo se debería mantener en presencial a trabajadores que tengan un riesgo evaluado aceptable, personal y familiarmente, contempladas sus circunstancias sanitarias (condición de vulnerabilidad ante la covid, propia o de familiares convivientes).
¿Por qué no aprovechan el parón estival para realizar esta evaluación general de puestos de trabajo y adoptar las adaptaciones a teletrabajo necesarias? Y, a continuación, hacer volver al personal realmente imprescindible para la atención presencial.
Si los directivos, los tomadores de decisiones sobre la organización de nuestras empresas y administraciones públicas no acometen esta tarea y continúan ignorando que la pandemia covid-19 es un elefante en su habitación, las consecuencias de rebrotes en sus centros de trabajo y de fatalidades entre su personal y familiares directos, serán responsabilidad suya.