O sanidad o economía
Ximo Puig, presidente de la Generalitat Valenciana y miembro del PSOE, plantea una disyuntiva hamletiana a la valenciana manera
Las sabatinas autonómicas de Pedro Sánchez han venido constituyendo una cogobernabilidad de la crisis del Covid-19 que sólo existe en el lenguaje del presidente del Gobierno de España, nunca en su cabeza, habida cuenta que en el minuto cero fijó la regla del “mando único”. Unas videoconferencias con los presidentes de las comunidades autónomas con dos puntos en el orden: información sobre lo que se ha decidido hacer y ruegos y preguntas. Así de simple, así de sencillo, así de torpe.
Unos encuentros a distancia en los que Quim Torra disponía de sus minutos de supuesta gloria. Protestaba, protestaba y volvía a protestar. Y dejaba caer aquello tan monstruoso de que, si Cataluña fuera un estado independiente, otra hubiera sido la gestión y muchos menos muertos tendría. Nadie le hacía ni puñetero caso. Se había convertido en uno de aquellos molinos que el gran Cervantes puso a disposición de Don Quijote para que se peleara con sus aspas.
Un recalcitrante gruñón que a la hora de la verdad se encontró con que, usando la metodología de la Universidad Johns Hopkins (Baltimore), consistente en contabilizar los fallecidos mediante porcentaje respecto de la cifra de 100.000, tan sólo la región sanitaria de Girona se ponía al frente del tenebroso ranquin.
Superaba a Estados Unidos, España o Bélgica, y también las regiones metropolitanas de Madrid, Barcelona, Nueva York o Milán. Las cifras son frías y te las sirven con frialdad. Fue entonces cuando, quizás invocando al poeta escocés Robert Burns –“Si nos fuera dado el poder de vernos como los demás nos ven, de cuántos disparates y necedades nos libraríamos”–, se calló. Y así estuvo este último sábado.
Pero le sustituyó Ximo Puig, presidente de la Generalitat Valenciana y miembro del PSOE. Puig, un hombre comedido y eficiente, ni estaba ni se le esperaba, como dijera Sabino Fernández Campo cuando el golpe del 23-F, pero apareció cual “elefante blanco” y arrolló.
No se anduvo por las ramas y, viendo que la discrecionalidad se imponía a la racionalidad, planteó una disyuntiva hamletiana a la valenciana manera: sanidad o economía. Lo hizo suavemente, aunque fuera dijera aquello de que “la lealtad no es sumisión”, dando lugar a todo de interpretaciones de raíz política.
Ximo Puig ha desbocado el caballo de las prioridades en España
Puig encabeza la comunidad autónoma que más futuro tiene en toda España, al menos hoy por hoy. Cataluña, con los independentistas mal gobernando y mal gestionando, va a menos. Ya no es locomotora de nada. Y Madrid sigue viviendo melancólicamente de los réditos que supone ser la capital del Reino de España.
Valencia crece, y lidera el proyecto más audaz y con mayor porvenir de todo el territorio español: el tren del arco mediterráneo. Un cambio de paradigma respecto del quilómetro cero de la plaza del Sol y su radialidad. Y no están los valencianos para que el lunes les otorguen un merecido sobresaliente en gestión sanitaria y el sábado les digan que ha suspendido, y debe repetir fase 0, sin tan siquiera darle audiencia para revisar el examen. Esto es cretinismo e insolencia. Al fin y al cabo, es lo que se lleva en el Gobierno Sánchez.
Ximo Puig es un federalista convencido, pero no le veo alzándose contra el statu quo del partido ni del palacio de La Moncloa. No le van las guerras intestinas. Pero ha desbocado el caballo de las prioridades en España. Si la apuesta es confinamiento duradero, como ha dejado caer Sánchez mediante el anuncio de una quinta prórroga, la economía paralizada pasa al estadio del derrumbe y de ahí al desguace.
Pobreza para siglo y medio. Si el Gobierno español supiera combinar desconfinamiento con seguridad sanitaria, cosa que no se ha visto y ni tan siquiera se ha probado, entonces hablaríamos de un socavón económico de importancia, pero socavón, al fin y al cabo, que, con gran esfuerzo –dígase política económica keynesiana, por ejemplo– podría ser experiencia vivida para intercambiar definitivamente burocracia e ideología simplona por eficiencia en la administración de los intereses de un Estado.
Los líderes políticos aparecen y desaparecen para convertirse a la postre en una nota a pie de página de algún historiador algo despistado. Los hombres de Estado –díganse Churchill, De Gaulle o Suárez– perecen electoralmente, pero escriben las mejores páginas de la historia de su nación. Son eternos e inmortales.
¿Tenemos alguno, en la España de hoy? Me temo que no. Lo digo de otra manera: Nadie desea serlo, que es mucho peor, nadie. Ya se sabe que en democracia el pueblo también suele equivocarse. No hay más.