Nuevos retos de una sociedad envejecida
Los gestores públicos deberán equilibrar los intereses de todas las generaciones si no quieren hipotecar el presente por el futuro
El envejecimiento de la población, impulsado por la disminución de la fertilidad, el aumento de la longevidad y la progresión de grandes cohortes hacia edades más avanzadas, es la tendencia demográfica dominante del siglo XXI.
Los avances en los tratamientos médicos han supuesto una reducción notable de la mortalidad en las últimas dos décadas. Para 2050, las personas mayores de 65 años superarán en número a los adolescentes y adultos jóvenes y duplicarán el número de niños menores de cinco años (Naciones Unidas 2019).
En 2018, España era el país con mayor esperanza de vida al nacer de la UE-27 siendo el único país que superaba los 83 años. Las mujeres españolas son campeonas europeas en longevidad con una expectativa al nacer de 86,1 años de media. Si tomamos como referencia todos los países de la OCDE, sólo Japón y Suiza superan a España en esperanza de vida al nacer.
Si consideramos la evolución de la tasa de dependencia a los 67 años (cociente entre la población mayor de 67 años y la población de 16 a 66 años), esta alcanzaría el 53% en 2050 según las estimaciones de la AIReF y de Eurostat, siendo España el cuarto país líder en tasa de dependencia después de Portugal, Grecia e Italia. Solamente para compensar el aumento de la esperanza de vida a través de una mayor fecundidad, que dejase inalterada la tasa de dependencia, las mujeres en edad fértil deberían tener una media de 5 hijos en lugar de los casi 1.5 actuales.
A nivel económico, estas trasformaciones demográficas se asocian con la perspectiva de una mayor escasez de mano de obra a medida que los jubilados superen en número a la población activa; una caída sustancial en la tasa de ahorro a medida que las personas mayores liquiden sus activos y desahorren para mantenerse a sí mismos; y la consiguiente desaceleración del crecimiento económico.
El envejecimiento también supondrá un mayor estrés fiscal para las arcas públicas, debido al aumento de los costes de la atención médica asociada a la cronicidad y a las enfermedades de la vejez, como el cáncer, la enfermedad respiratoria obstructiva crónica, las enfermedades cardíacas, la diabetes, el Alzheimer y otras demencias –todas ellas muy costosas no solo desde el punto de vista médico, sino también en términos de requisitos para la atención formal e informal.
Un elemento ineludible que deberá abordar el sistema de salud es el paso de la sanidad a la geriatría; es decir, la generalización de servicios no necesariamente sanitarios en sentido estricto, consistentes en cuidados y atención a una proporción creciente de personas mayores o muy mayores. En este sentido, abordar la morbilidad de las enfermedades crónicas no es un reto menor: controlar correctamente el gasto sanitario próximo al deceso puede reducir hasta un 40% el gasto sanitario atribuido a la edad (López-Casasnovas, 2015). Mientras que los países de nuestro entorno han ido abordando estos retos incorporando reformas estructurales, España se encuentra desde hace varias décadas en una situación de parálisis preocupante.
Todas estas nuevas necesidades deberán ser financiadas de alguna forma, lo que puede generar tensiones en torno al sistema fiscal y su rol redistributivo. El output económico perdido debido a la morbilidad y mortalidad, junto con el efecto de desviar una parte de los ahorros para cubrir los costes de los nuevos tratamientos, equivale a un impuesto de aproximadamente 3-10% sobre el PIB en algunos países occidentales (Bloom, 2019). Hablamos del mismo orden de magnitud que el efecto estimado del Brexit sobre la economía del Reino Unido.
Los efectos intergeneracionales serán mucho mayores si los esfuerzos recaen sobre las cotizaciones y las rentas del trabajo en lugar de recaer sobre el consumo. En los procesos electorales se configuran, ya hoy, mayorías partidarias de una redistribución intergeneracional muy sustancial de los trabajadores a los jubilados. Los gestores públicos deberán equilibrar los intereses de todas las generaciones si no quieren hipotecar el presente por el futuro.
El envejecimiento de la población en las sociedades avanzadas es un fenómeno silente pero imparable
Es esperable que las preferencias de la sociedad también cambien a causa del mayor peso relativo de las generaciones más longevas. A medida que envejecemos, somos más aversos al riesgo. Algunos estudios apuntan que un aumento de diez años en la edad mediana de la sociedad reduce la toma de riesgos de modo sustancial hasta un nivel que correspondería a una reducción del 2,5% de la inversión en renta variable o del 6% en el número de personas que trabajan por cuenta propia (Dohmen et al, 2017). El apoyo a los partidos populistas también es significativamente mayor entre aquellos votantes más aversos al riesgo (Pastor y Veronesi, 2018).
Una sociedad más aversa al riesgo también puede condicionar de forma importante la velocidad del proceso de cambio tecnológico que estamos presenciando. Así, por ejemplo, se ha documentado que un mayor peso de los trabajadores de entre 50 y 59 años retrae la innovación medida reflejada en el número total de patentes (Aksoy, et al, 2015). Cabe apuntar, sin embargo, que en aquellas sociedades más envejecidas –y, por tanto, con una mayor escasez relativa de trabajadores de mediana edad– se utilizan más robots por trabajador (Acemoglu y Restrepo, 2017). En consecuencia, sociedades más envejecidas como Alemania, Corea del Sur o Japón cuentan con una demanda mayor de robots industriales respecto a sociedades más jóvenes como EE. UU. o Reino Unido.
Finalmente, el envejecimiento de la población podría impulsar los flujos de capital de los países que envejecen más rápido a los países que envejecen menos, lo que tendría consecuencias en la distribución global del poder económico y geopolítico.
En definitiva, el envejecimiento de la población en las sociedades avanzadas es un fenómeno silente pero imparable que tendrá un impacto indudable en nuestras sociedades, no sólo en nuestros sistemas de salud y dependencia, sino también sobre variables macroeconómicas como el ahorro, la inversión, la innovación, y los flujos internacionales de capital, así como sus derivadas políticas y geopolíticas.