Nuevas elecciones: ¿quién teme al lobo feroz?
Las elecciones al Parlament de Catalunya del pasado 27S aparecían como el punto de arranque de una legislatura breve. Se suponía que, de prosperar la hoja de ruta planteada por la coalición Junts pel Sí, no duraría más de dieciocho meses porque habría que proceder a la disolución de la cámara, en cuanto se alcanzaran los objetivos acordados por las fuerzas políticas que ultimaron los pactos fundacionales.
Ha pasado ya bastante más de un mes. El Parlament se ha permitido el lujo, incluso, de montar un espectáculo con la declaración en la que se da por iniciado el proceso hacia la independencia y la creación de un Estado para Cataluña.
El Tribunal Constitucional parece decidido a rechazar la suspensión del pleno tal como habían solicitado PP y Ciudadanos en recurso de amparo. Pero a estas alturas, no se vislumbra la elección del Presidente de la Generalitat.
La causa está, como es bien sabido, en la negativa de los diputados de la CUP a votar la investidura del candidato de la coalición ganadora, Artur Mas. La motivación de esta actitud reside en el convencimiento que tienen los representantes cupaires de que nadie es imprescindible.
Para mostrar sus convicciones en este punto parece ser que los diputados Antonio Baños, Anna Gabriel, Josep Maria Busqueta, Eulàlia Reguant y Julià de Jódar tienen decidido presentar su renuncia en favor de las candidatas que les siguen en sus propias listas. Sería, desde luego, un acto loable de coherencia.
Pero más allá de estos gestos anunciados, tan conmovedores, se plantea un problema consustancial a la democracia: ¿se puede imponer un candidato nuevo y distinto al que se había dado a conocer a los votantes en el momento adecuado? Desde mi punto de vista, éste sería un acto profundamente antidemocrático y un menosprecio inaceptable hacia quienes depositaron sus sufragios en las urnas el día de la votación.
En la situación actual no cabe otra salida que la convocatoria de nuevas elecciones. Vale la pena recordar que, en la jornada del día 27 de setiembre, se presentaron a los electores una serie de propuestas nuevas y bastante complejas. Todos los cabezas de las siete listas más importantes eran candidatos nuevos.
Por eso mismo, los electores no disponían de mucha información sobre ellos ni estaban en condiciones óptimas para adivinar sus actitudes y su talante. Es lógico y normal que sucediera lo que ocurrió: el resultado es francamente confuso. Por las circunstancias especiales del momento, el candidato ganador, pese a la gran ventaja conseguida, no puede pactar con nadie y, por ello, no alcanzará la investidura.
La democracia tiene una solución para estas situaciones. Se trata, simplemente, de votar de nuevo. En una segunda vuelta, se decide quién gana, y quién forma gobierno, por mayoría simple. En muchos países se emplean sistemas electorales con segunda vuelta, como Francia. En otros, como Estados Unidos, la votación final ha ido precedida de una auténtica ronda de votaciones y los candidatos se pronuncian sobre electores que hacen una promesa, de antemano, de votar por un determinado candidato.
No se puede cambiar el sistema electoral sobre la marcha y, por tanto, no es posible alterar ahora las reglas del juego. Pero no pasa nada. Simplemente, se vuelven a convocar elecciones y se espera que los resultados, en esta segunda convocatoria –que no sería exactamente una segunda vuelta-, puedan ser más claros. Para eso está, o debería estar, la sabiduría y la sensatez de los pueblos. Los catalanes tendrían una oportunidad de demostrar su inteligencia colectiva.
Votar de nuevo no es, no puede ser, un acto de alta traición, como parece ser que ha afirmado en estos últimos días el dirigente republicano Joan Tardà. Es, más bien, al revés. Hurtarle a los electores la elección de sus gobernantes, cuando no hay acuerdo, tal vez no sea un delito de alta traición, expresión que suena un tanto pintoresca.
Pero sí es, sin duda ninguna, un golpe bajo a la democracia y un intolerable menosprecio a los ciudadanos. El problema quizá sea otro. Tal vez, haya recelos sobre el resultado de una nueva votación. Pero, ¿no estábamos todos por el derecho a decidir? ¿Quién teme al lobo feroz?