¿‘Nueva Política’ o nuevas elecciones?
Es sintomático que Ciudadanos y Podemos, los partidos que en su día se denominaron "del cambio", sean los que más se resisten a asimilar su situación actual
¿Se acuerdan de la nueva política? No hace tanto desde que Pablo Iglesias y la muchachada de Podemos irrumpiera en escena con más de un millón de votos en las europeas de 2014. O desde que, poco antes, el primer cartel de Ciudadanos presentara a un Albert Rivera desnudo.
Prometían los partidos del cambio poner a España del revés: embridar a la casta, llegar limpios a la vida pública para regenerarla y devolver la confianza a una ciudadanía invadida por el desafecto.
En cinco años se han celebrado 19 elecciones diferentes
Las cursivas destacan el vocabulario habitual de la época. El actual es significativamente diferente: pactos a la contra, vetos cruzados, repetición de las generales…
Carlos Lareau, Xavier Bru de Sala, Joan López Alegre y Juan García analizan en el episodio de ‘La Plaza’ de esta semana los pactos y los vetos del momento
En apenas cinco años se han celebrado 19 elecciones diferentes: generales, europeas, autonómicas, locales, forales e interprovinciales. Todos los equilibrios construidos desde 1978 han sido puestos en cuestión o, directamente, en riesgo: la monarquía, el bipartidismo, la organización territorial del Estado e, incluso, su integridad.
Tras los comicios del 28 de abril y del 26 de mayo, las piezas han comenzado finalmente a caer, aunque no todas de pie. La política, entendida en la mejor de sus acepciones, es la única manera de reordenarlas. Pero, ¿qué política sustituye a la nueva política? Y sobre todo, ¿entienden los políticos actuales lo que les pide la ciudadanía?
El hartazgo de la ciudadanía
Desde luego, no les pide una nueva repetición de las elecciones generales como la que forzó Podemos al torpedear el primer intento de investidura de Pedro Sánchez en marzo de 2016. Pero no se puede descartar que el endiablado tablero surgido del ciclo electoral conduzca a una situación similar.
Lo que no comprenden nuestros políticos es que la ciudadanía está harta: cansada de acudir repetidamente a las urnas y aburrida de que le pidan arreglar lo que ellos no son capaces de resolver. Se exige un marco estable –cuatro años de respiro—para atender la vida cotidiana y hacer frente a las urgencias sociales, territoriales y económicas…
Ha tenido que ser Manuel Valls el que ha puesto frente al espejo a los políticos españoles
Se trata, en suma, de acabar con un modelo fracasado de política que condena a España y a sus partes componentes a un creciente y peligroso impasse. Se necesita, en suma, elaborar un nuevo contrato social que permita afrontar el futuro que se nos viene encima. Ya no es una aspiración; es una necesidad imperiosa.
Como de costumbre, cada partido se carga de argumentos para reclamar lo que supuestamente le ha otorgado la última ronda electoral. Que si son la lista más votada, que si gana el que suma más apoyos en los despachos; que si tienen más escaños, que si tienen menos por culpa de una anticuada Ley Electoral; que si solo es legítimo un gobierno de coalición, que si la legitimidad deriva de los votos sumados del bloque al que uno pertenece.
Nadie puede solo
Según el inapelable principio de realidad, nadie tiene capacidad de materializar por si solo sus aspiraciones. En cualquiera de los niveles en que se dirima —estatal, autonómico y local—, la medida para reclamar el poder debería ser el lugar en que los votantes han colocado a cada partido. Y la función que se deriva de ese lugar.
Escasean los signos de que este imperativo haya sido comprendido. Por el contrario, el criterio que aplican es el que nos ha llevado a la actual coyuntura: el interés de cada partido –y de los cuadros a los que tienen que mantener— en lugar de asumir que la nueva situación.
Hace mucho que nos consideramos plenamente europeos, pero ha tenido que ser una figura llegada de Europa la que ha puesto frente al espejo a los políticos españoles. Manuel Valls, con independencia de sus motivos y de su manera de pensar, ha introducido una regla hasta ahora ausente en la política de España: la cesión estratégica que permita un beneficio común.
Es sintomático que los dos partidos que, en su día, se denominaron del cambio sean los que más se resisten a asimilar su situación. Iglesias parece no entender lo que implica la implosión de Podemos, de la que es el principal responsable, insistiendo en que se le dé un ministerio. Claro que, si lo entendiera, habría dimitido ya.
Y Rivera sigue exigiendo figurar como líder de la oposición, algo para lo que no le facultan ni las urnas ni su propia capacidad. Es una aspiración de la abdicaría si entendiera que todavía no ha llegado su oportunidad.
El papel de cada uno
La diferencia entre Ciudadanos y Unidas Podemos, la última versión de la marca, es que el autodenominado partido de la ciudadanía sigue creciendo (en el cómputo global) mientras que la fuerza que iba asaltar los cielos decae. Rivera e Iglesias comparten una carencia común: la incapacidad de aceptar la realidad.
Ciudadanos se resiste a asumir que su función con 57 escaños en el Congreso -frente a los 66 del Partido Popular, y los 123 de Partido Socialista– es la de ser el agente libre que pueda inclinar las mayorías en una u otra dirección. En otras palabras, ser un potente partido bisagra con poder para poner y quitar gobiernos en ambos lados del hemiciclo. En su lugar, mercadea vergonzantemente con Vox, condenándose a ser cómplice de la derecha más extrema.
En su inmensa mayoría, los votantes no se leen los programas electorales. Deciden con el corazón o con las tripas, impulsados por las emociones o por el instinto de preservación. Si los electores de Ciudadanos leyeran con detenimiento el programa de su partido se sorprenderían de que, en buena medida, se acercan a las políticas propugnadas por el PSOE.
Inversamente, si el antiguo electorado del PP trasvasado a Ciudadanos se informara más allá de la retórica patriótica de Rivera, hallaría con alarma que está entregando su confianza a un partido muy alejado de su código social y moral.
El comportamiento de Iglesias tiene carácter de delirio. Las continuas fracturas de su partido, su rampante nepotismo y el híper-liderazgo de su tándem con Irene Montero han hurtado a Podemos la capacidad de exigir un gobierno de coalición. Y, mucho menos, una vicepresidencia como hizo en 2016.
Lo mejor a lo que puede aspirar hoy el que se proclamaba caudillo de una naciente mayoría progresista es interpretar el papel de Robin respecto de Batman: ser el ayudante de Sánchez o, con suerte, ser su voz de la conciencia que recuerde al PSOE que es de izquierdas.
Un desiderátum
La negación de la realidad de Iglesias o la insistencia de Rivera en boxear por encima de su peso es el testimonio de que la nueva política nunca pasó de ser un espejismo o un desiderátum. Algo necesario que nunca se materializó.
¿Están dispuestos los socialistas a provocar una repetición electoral en otoño, con las consecuencias añadidas que tal eventualidad tendría, además para los independentistas?
Convendría que Rivera, Iglesias —y, para el caso, los demás— recordarán lo que pasó en la repetición de 2016: el PP creció de 123 escaños -los mismos que tienen hoy los socialistas- a 137 permitiendo a Mariano Rajoy seguir en La Moncloa.
Una nueva convocatoria electoral dejó el lunes de ser una posibilidad para transformarse en amenaza, proferida por José Luis Ábalos. ¿Fue solo un bluff del número dos socialista?
Si algo demuestra la trayectoria de Sánchez es que no le asusta jugar fuerte. ¿Están los demás dispuestos a verle la apuesta?