Nuestra buena gente

"Un barrio, como tantos otros, que construyeron esa gente buena y recién llegada"

Más allá de la voluntad de despedirse de manera singular, homenajeando a su barrio y a su gente, Jordi Évole, en La Sexta, el pasado domingo, hizo mucho más. Nos hizo sumergir, con aparente delicadeza pero sin concesiones magnánimas, en un mar de realidad apabullante.

Quizás porque estoy en un momento de mi vida en el que ya solo quiero rodearme de gente lúcida, sensata, amable y generosa que me aporte algún valor y me aleje de los idiotas, el programa me pareció una lección de modos para con todos.

En un ejercicio de justo retrato, sin artificios y sin adornos, el veterano (por experto) presentador va dejando hablar a sus vecinos consiguiendo, con esa cadencia afectuosa, que, de manera natural, fluyan los distintos retratos en un inapelable homenaje a una manera de vivir, de ser y de construir este país.

Cada una de las voces añosas que se oyeron este domingo representan, con abrumadora objetividad, nuestra actualidad política, económica y sociológica. Empezaron todos los protagonistas partiendo de un mismo pasado de abandono de sus raíces y familia en busca de una vida mejor, y acabaron, todos ellos, en una realidad plural que les sigue uniendo.

Asistí atenta a la fotografía de un barrio que, como tantos, se construyó en los sesenta del siglo pasado gracias al esfuerzo de aquellos que han echado raíces en tierra extraña. Personas preocupadas e inmersas en la existencia cotidiana de éxitos y fracasos vitales.

El pasado domingo oímos voces de hombres y mujeres humildes, de gran calado moral, que traspúaban valores eternos.

Venían a Cataluña con afán de prosperar y mejorar, y Prosperaron y mejoraron

En la palabra de un caballero de pelo blanco impoluto, bien compuesto, muy digno en su porte, se entendía esa realidad antigua que les unió en su necesidad de una vida mejor. Vinieron porque se enamoraron. Porque había mar. Porque se sabían con trabajo y futuro.

Llegaron a Cataluña en esos años de incipiente prosperidad económica huyendo de un presente y una tierra pobre. Venían con afán de prosperar y mejorar. Y Prosperaron y mejoraron. Y, por eso mismo, ese correcto caballero no acababa de entender el porqué ese desprecio actual al extranjero desplazado.

“Yo soy inmigrante”, concluía mientras argumentaba que solo la gente desesperada lo abandona todo para iniciar una nueva vida que no sabe qué avatares le supondrá ni dónde le llevará. Él, apesadumbrado, nos contó que su mujer está enferma. Con un principio de Alzheimer.

Que ya no puede hablar con ella porque ella se enfada y, a veces, le grita. Pero que la quiere y le gusta cuidarla. Que este domingo hará una paella como se la veía hacer a ella porque, ahora que ya no pueden compartir la vida con lucidez, cocina él.

Y vimos cómo esas tres incombustibles amigas dicharacheras relataron a Évole con desparpajo que a ellas, toda su vida, el sexo se les había impuesto cuando y donde el marido quería. Que las cosas han cambiado mucho y que es ahora cuando las mujeres tienen más opciones para ser felices.

Que ya se atreven a decir lo que les viene en gana y, la más parlanchina, ya viuda, contaba, entre risas, que, aunque su marido no era del todo malo, no le echaba nada de menos y que acabó sacándose el sonotone para no oírle gritar ni reñirla. 

Ninguna entiende como los logros obtenidos por las mujeres en pro de la justicia entre los géneros puedan ser ahora susceptibles de disminuir porque alguna ideología política los cuestiona. Son mujeres de la edad de mi madre que querrían haber estudiado porque les gustaba y “servían”, pero que la falta de dinero en esa morada familiar de antaño no lo permitió.

Su marido se cayó de un andamio en la Diagonal construyendo pisos y oficinas que nunca serían para ellos

Y la evidencia de la desolación de la soledad cuando otra vecina cuenta que, ya viuda, tuvo una bajada de azúcar y, como vive sola, nadie la recogió del pasillo hasta que volvió en sí de su desmayo. O el otro señor que se emociona y lloraría. Pero no quiere llorar, porque no quiere ni plantearse morirse antes que su esposa.

A él le gustan los árboles. Los planta. Los vigila y los cuida. Ya ha hablado con el alcalde. Éste le ha dado permiso para hacerlo siempre que lo haga en zonas adecuadas para tal fin. Y la señora pizpireta y arreglada con bata tuneada que enviudó con 34 años porque su marido se cayó de un andamio en la Diagonal construyendo pisos y oficinas que nunca serían para ellos. 

Y esa misma señora, para que la hambruna no les absorbiera en esa tierra de esperanza, llegó a tener 18 casas dónde fregar suelos; de rodillas, porque a las “señoras” les gustaba más como quedaba ese suelo. Y así consiguió que su niña, huérfana tan “chica”, estudiara y se casara como todas: con un vestido blanco y un opíparo banquete.

Y en esa vida que han construido con esfuerzo y sin concesiones al desaliento están agradecidos con esta tierra. Siendo de cualquier sitio se sienten, porque lo son, también catalanes. Una realidad de gente optimista, modesta y trabajadora a la que la vida no les ha regalado nada. Que han sobrevivido con su esfuerzo y entrega.

Quizás también es porque en estos últimos años he sido testigo de este auge desleal y dogmático del nacionalismo romántico (es el más peligroso), que ha llenado de múltiples mentiras todos los ámbitos, un nacionalismo que ha ido contaminando y saturando la boca de reivindicaciones en pro de libertad y de justicia, quizás también sea por eso que, cuando acabó el sensato programa, no pude más que corresponder ese ejercicio de autenticidad y contención escribiendo este artículo.

Esa es la realidad de la que vale la pena hablar. ¡Cuánta verdad y cuánta dignidad! Vaya desde aquí mi pequeño homenaje a la gente de barrios que, como el de Sant Ildefons de Cornellà de Llobregat, ha construido este país.

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