¿Nos queda la palabra?
Es a través de la palabra que nuestro medio cultural cobra sentido. Y es precisamente por ello que los totalitarismos han hecho de ella una fortaleza a tomar
«Nombrar mal un objeto es añadir a la desgracia de este mundo» escribía Albert Camus en 1944, testigo de años de propagandas totalitarias.
Nombrar es definir, y definir es necesariamente excluir. Si etiquetamos un objeto como “silla”, sabremos consecuentemente que no se trata de un queso camembert.
Esto, evidentemente, responde a siglos de consensos lingüísticos dedicados a asir la realidad y a crear espacios de comprensión comunes. Es a través de la palabra que nuestro medio cultural cobra sentido. Y es precisamente por ello que los totalitarismos han hecho de ella una fortaleza a tomar. Desvirtuar el lenguaje es desvirtuar los consensos alcanzados.
Es a través de la palabra que nuestro medio cultural cobra sentido
Así, asistimos en occidente a una serie de movimientos que buscan redefinir la realidad, poniendo en duda o censurando, no necesariamente, el hecho descrito, sino el vocabulario empleado para ello.
En su artículo para The Atlantic, The Moral Case Against Equity Language, George Pecker disecciona el avance del llamado “lenguaje inclusivo”, al que llega a tildar de “catecismo algorítmico”, y cómo este ha ido tomando algunas de las principales instituciones de Estados Unidos como la Sociedad Americana del Cáncer, o la de Psicología, la Asociación Médica Americana, incluso la Universidad de Washington y un largo etcétera. Lo interesante es que en su afán por cambiar las palabras que definan la realidad, parecen buscar más la ruptura de los consensos que en la lucha contra las injusticias.
Escribe Pecker:
“Este enorme gasto de energía para purificar el lenguaje revela una creencia debilitada en formas más materiales de progreso. Si no sabemos cómo acabar con el racismo, al menos podemos llamarlo estructural. Los guías quieren hacer desaparecer la fealdad de nuestra sociedad por decreto lingüístico. […] Hacen imposible enfrentarse directamente a los males que quieren corregir, que es el punto de partida de cualquier cambio. La cárcel no se convierte en un lugar menos brutal por llamar a alguien encerrado en ella, persona que experimenta el sistema judicial penal. La obesidad no es más saludable para las personas con sobrepeso. […] El lenguaje de equidad no engaña a nadie que viva con aflicciones reales. Su única finalidad es proteger los sentimientos de quienes lo utilizan”.
Y es que la destrucción del consenso cultural que estos movimientos pretenden se basa precisamente en esa sobredimensión de lo emocional en detrimento de cualquier argumento racional. La policía woke ve en la lengua un reflejo de las relaciones de dominio y supuestamente pretende invertirlas en favor de las minorías. Pero esa guerra que libran a nivel de símbolos y palabras habla más de estos guerreros adanistas que de una realidad, a la que tienen tanto miedo que hasta se aterran de definirla tal cual es.
En el sumun del disparate ético-léxico imperante, hace un par de años, el ministro metodista Emanuel Cleaver concluyó su bendición de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, con las palabras: «Amen… y awomen». (Amén es una palabra hebrea que significa «así sea» y que nada tiene que ver con la discriminación de la mujer).
En su artículo Guerras de representación y virus semánticos (Géoéconomie. 2009), escribe el politólogo francés, Alexandre del Valle:
“La creciente separación entre lengua y cultura favorece sin duda el abuso de poder, así como la instrumentalización de las mentes mediante técnicas comunicativas. Pues la desculturización no es ante todo la simple pérdida de conocimientos útiles para el éxito en la vida […] el fenómeno es más grave: considerar que la cultura se ha convertido en una coacción innecesaria, en una carga de la que pueden prescindir la libertad de espíritu y el éxito académico, prepara la pérdida de todo punto de referencia, la renuncia a toda preocupación por la verdad, a toda confianza en el uso de la palabra. Este vacío cultural, mental, moral y espiritual es un páramo que pueden explotar los captores de ansiedades e inventores de falsos significados (falsos profetas, falsos eruditos, falsos intelectuales, falsos moralistas, falsos altruistas)”.
Y es que esta guerra semántica, que parece motivar tan solo a unas pocas minorías, sabe golpear fuerte en la misma línea de flotación occidental, que lleva muchos años dando señales de debilidad: jóvenes cada vez más desafectos con los sistemas democráticos, trabajadores que no llegan a fin de mes, instituciones debilitadas, y líderes populistas dispuestos a sacar partido…
Es innegable el poder del lenguaje para influir en la percepción de la realidad
Es innegable el poder del lenguaje para influir en la percepción de la realidad. La descripción peyorativa que los movimientos woke hacen de occidente en su totalidad inflige daño especialmente a los más sensibles. A esas personas fragilizadas que buscan respuestas en unos líderes, demasiado preocupados en su pequeña guerra de trincheras, y que con su cobardía colaboran con la banalización y la confusión de la palabra. Y mientras la mayoría calla, los woke imponen que no existen mujeres, occidente es patriarcal y racista, todo es apartheid, genocidio o colonialismo.
Volviendo a Camus, este afirmaba en El Hombre Rebelde que «La lógica del rebelde es esforzarse por emplear un lenguaje claro para no espesar la mentira universal, y en apostar, frente al dolor de los hombres, por la felicidad».
Amén… y awoman.