No vivimos en tiempos de oscuridad sino que hemos apagado la luz 

Los políticos deberían corregir su apuesta por la crispación y la polarización que conlleva la desafección ciudadana respecto a sus representantes

A Manuel Cruz –filósofo, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, ex presidente del Senado y senador-, un periodista le  preguntó si estaba decepcionado de la política. La respuesta: “No más que de la condición humana en general”. Finalmente –cuando se publicó la entrevista-, ni la pregunta ni la respuesta vieron –nunca mejor dicho- la luz.  

Manuel Cruz acaba de publicar el ensayo El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (2022) en el que razona –conviene recalcarlo,  razona- los motivos que le han llevado a la decepción de la política española. Y, por ende, me temo, a la decepción de la condición humana. Un excelente ensayo que da cuenta y razón de las sinrazones que nos rodean.    

Una sociedad ayuna de racionalidad   

Advierte nuestro autor que en la política nuestra de cada día –añadan la realidad nuestra de cada día: la cosa viene de largo y la onda es expansiva- se percibe el eclipse de la razón. Como si la Ilustración o la Razón –en definitiva, el Siglo de las Luces- se hubieran disipado. De ahí el gran apagón. 

Una sociedad ayuna de racionalidad  –el autor mapea con rigor el estado de la plaza pública- que es incapaz de interpretar y afrontar lo que nos está pasando y no está dispuesta a cambiar de ideas. El triunfo de la sinrazón, decíamos. O lo que es lo mismo, la falta de un discurso razonable que case con lo real y el desvanecimiento de la idea de futuro.      

El estado de la plaza pública  

Hoy, en la plaza pública –en nuestra plaza pública, señala nuestro autor-, cuesta abandonar la papilla ideológica que se ha puesto a nuestra disposición, se pretende abordar la máxima complejidad de lo real con un mínimo de complejidad discursiva, se persevera una y otra vez en las mismas respuestas, existe la mala costumbre de transformar la obstinación –y lo que dicen las encuestas- en ley, se renuncia al análisis razonado porque genera incertidumbre, se invierte tiempo en cuestiones irrelevantes, no se acepta que hay buenas y malas ideas, prima la emoción y el sentimentalismo, se sustituye lo que nos convence por lo que nos conmueve. ¿Tiempos de oscuridad? Quizá,  “hemos apagado la luz”.       

La incredulidad es la única creencia incuestionada   

Pese a todo –aunque, estemos “atrapados en la titánica tarea de pensar a tientas”-, no hay que renunciar a “aspirar” –el filósofo manifiesta un saludable sentido del límite- a la verdad. Por su parte, los políticos deberían corregir su apuesta por la crispación y la polarización que conlleva la desafección ciudadana respecto a sus representantes. Tarea harto difícil –dura, la crítica del autor- si tenemos en cuenta que los políticos suelen frecuentar la insustancialidad al tiempo que frivolizan y banalizan la política y la democracia. Así se pierde el “valor de la palabra”, desaparece el ágora, se continúa en el error, en el tópico, y se consigue que “la incredulidad sea la única creencia incuestionada”.    

La victimización que no cesa 

El diamante falso –que se empaña, se raya, con el color arcoíris dentro de la piedra, cuyo brillo no pasa el papel- del gran apagón es la victimización que no cesa. Señala el autor que todos somos víctimas o casi-víctimas.  Incluso, los “monstruos”. Una victimización a la carta que genera la categoría de la “inocentización”, consolida la solidaridad grupal, relativiza los hechos e indica que el culpable siempre es el Otro. El eclipse de la razón hace que no se entienda –o no se quiera entender- que “nadie es de una pieza”. Ni siquiera los buenos o los malos.  

Como no podía ser de otra manera, el eclipse de la razón canoniza el sectarismo: hay víctimas dignas, las nuestras, e indignas, las de los otros. Unos y otros que siempre suelen ser fascistas: “un salvoconducto para sortear la crítica política”, afirma el autor. Sigue el empobrecimiento del discurso. Al respecto, una cita de la filósofa y politóloga norteamericana Wendy Brown que Manuel Cruz saca a colación: “la lucha de agravios es el motor de la historia”.   

Así se renuncia al debate en la plaza pública   

Manuel Cruz -que no tiene ningún problema cuando se trata de sacar los colores a unos y otros: una crítica siempre razonada y razonable como corresponde a su ensayo- se detiene en los estudiantes universitarios y en algunos feminismos. Para ser más exactos, en el victimismo universitario y en la contaminación victimista de algunos feminismos.  

El filósofo plantea algunas cuestiones –ineludibles, aunque se oculten en beneficio de la corrección política y los intereses ídem sin olvidar el pánico que el tema genera en los políticos- como las siguientes:  

¿Hay que limpiar o eliminar algunas palabras, ideas o materias, en beneficio del estado emocional del universitario o las feministas, para que nadie se sienta ofendido o incómodo, aunque ello suponga a veces un atentado a la libertad de cátedra?  

¿Quizá los colectivos reconocidos políticamente como víctimas –cosa que da poder- no aprovechan la coyuntura para silenciar a sus críticos?  

¿Cabe contemplar la hipótesis de que todo ello les convierte en agresores?  

¿Acaso todo ello –la fuente de agravios, el trato preferencial, el perimetraje del debate, el avasallamiento a quien discrepa de la unanimidad y las emociones en juego- no implica la renuncia al debate de ideas en la plaza pública?  

Más allá de la charca 

El Gran Apagón es un ejemplo del trabajo del filósofo –ese preguntar y repreguntar y esos matices que otorgan sustantividad a la filosofía- que, lejos del fatuo intelectual engagé, intenta aprehender el mundo real.  

Un ensayo en donde se detectan microensayos incrustados –el papel de la contingencia en nuestra vida, el espejismo de las repeticiones de la historia, la tolerancia, la resemantización de las palabras o la dichosa guerra cultural- que ayudan a desentrañar el presente.  

Un ensayo en defensa de la democracia deliberativa que apuesta por la regeneración de la política y del espacio público y comunicativo con la intención de ir más allá de la “charca en la que poder chapotear impunemente”.  

Un ensayo cuyo objetivo es recuperar la Modernidad y la razón ilustrada –la premisa: una y otra no están agotadas- y así escapar del pasado inmediato y evitar que los jóvenes, o no tan jóvenes, transiten del Gran Apagón a la Gran Renuncia o la Gran Dimisión. Para ello –la razón, la crítica razonada y el diálogo como fundamento-, hay que ser exigentes con nuestros representantes.  

El uso subversivo de la razón           

El propósito del filósofo es alumbrar –las Luces- las zonas oscuras de la realidad con el objetivo de desvelar ilusiones, imposturas y peligros. Manual Cruz nos invita al uso subversivo de la razón con el propósito de remover, minar y socavar las creencias, las ideas y los sentimientos que están alejadas de la realidad o no concuerdan con el espíritu democrático.  

Se trata de mostrar o sugerir que la realidad es otra, que el mundo y la sociedad pueden ser vistos y analizados con una mirada diferente y desde otro punto de vista. El de la razón.  

Concluye Manuel Cruz que no es conveniente que tengamos el “privilegio de ser testigos, a la vez que protagonistas, de algo tan importante como recurrente a lo largo de la historia. A saber: las consecuencias de lo que sucede cuando, tanto a nivel individual como colectivo, dejamos que sean nuestros errores los que nos constituyan”. Nada que añadir.