No sólo de emociones vive la independencia

Existen un buen número de ensayos sobre el papel de las emociones y de las percepciones en el lenguaje político y su repercusión política y electoral. Por ejemplo, el libro de Frank Luntz Words That Work: It’s Not What You Say, It’s What People Hear; o el de Drew Westen, situado en posiciones contrarias, The Political Brain: The Role of Emotion in Deciding the Fate of the Nation o el archiconocido de George Lakoff Don’t think of an elephant!, único traducido al castellano.

“Palabras que funcionan; no es lo que tú dices, es lo que la gente escucha”; “el papel de la emoción en la decisión del destino de la nación”; el cerebro político frente a los elefantes para entender el lenguaje político. Estos y otros ensayos del mismo tenor muestran renovado interés por las emociones y las percepciones no sólo en la comunicación política, sino también en la toma de decisiones políticas. Los famosos spin doctors que el guionista Aaron Sorkin dio a conocer en The West Wing son los responsables de la introducción en el mundo de la política de la idea de que los políticos deben gestionar las emociones tanto como demostrar tener una inteligencia emocional para ejercer un liderazgo que les sitúe al lado de la gente.

Claro que ese modo de comportarse también puede abrir la puerta al populismo. La idolatría, la adoración a la gente, a lo que se reclama desde la base, puede condicionar tanto la política que logre distorsionarla. Los últimos acontecimientos acaecidos en Cataluña, muy cargados de emotividad, pueden estar aquejados de esa excesiva presión emocional sobre la política. No cabe duda de que el 9N fue una manifestación política en toda regla, pero también fue una jornada de emociones intensas. Los voluntarios vivieron la jornada con una gran emotividad, como muchos de los participantes. Lo pude constatar con mis propios ojos. Nunca desde 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas, había asistido a una celebración de la democracia tan emocionante.

Los aplausos al abrir y cerrar los colegios electorales, las miles de fotografías que se hicieron los que depositaban el voto, la participación intergeneracional o la solidaridad espontánea de los participantes con los voluntarios para ofrecerles bebidas o comida, ya que nadie había previsto la manutención de esos voluntarios a quienes se estaba agradecido. Cualquiera que estuviese en uno de los puntos de votación, y yo estuve en uno, lo pudo constatar con facilidad. La emotividad estaba a flor de piel a pesar de que todo el mundo sabía que el resultado, positivo o negativo, no tendría ningún efecto legal. Esta es la esencia de toda movilización. La gente sale a la calle y no espera que su acción tenga efectos inmediatos. Los resultados de verdad los da la política. O eso es lo que se espera.

La política no puede apelar a las emociones para actuar. Seria una estafa. Cuando Aristóteles definió la política como una actividad orientada en forma ideológica a la toma de decisiones de un grupo para alcanzar ciertos objetivos, lo que nos estaba diciendo es que la intención última de la política es resolver o minimizar el choque entre los intereses encontrados que se producen dentro de una sociedad sin esa emotividad que condiciona el comportamiento individual, que luego se comparte colectivamente, ante una circunstancia de alto voltaje. La política es el ámbito de las ideas, o por lo menos debería serlo, porque sólo con ideas se consigue el poder y se transforma la realidad. La política con alma, si se quiere, pero al fin y al cabo política.

La independencia es una de esas “palabras que funcionan” y que la mayoría de los que participaron en el proceso que culminó el día 9 siente como propia, pero manejarla en un sentido mágico es, sencillamente, anti-político. No por mucho que se grite acompasadamente la palabra o que un político se emocione con ella, la independencia de Cataluña se hará realidad. Confundir la política con la propaganda es el camino seguro hacia la derrota. Cuando la política está ejercida por buenos políticos se convierte en el arte de la integración y no sólo de la dominación, como la gran mayoría sostiene. La independencia de Catalunya se sostiene con el corazón pero se consigue con el cerebro.