No se vaya señor Rosell, no hay recambio en CEOE

Juan Rosell llegó a la presidencia de la CEOE con muchas dudas de los no catalanes que le prestaron apoyo para sustituir a Gerardo Díaz Ferrán. Se enfrentó con los andaluces que entonces comandaba Santiago Herrero y venció. El entonces presidente de Foment del Treball había intentado en una ocasión anterior el acceso a la gran patronal española, aunque antes incluso de presentar su candidatura fue consciente de sus escasas posibilidades de éxito y renunció. No le gusta perder, ni al tenis.

Rosell era en los círculos del Ibex 35 y de la tecnocracia madrileña un catalán que no se sumaba a las cacerías de los fines de semana en las fincas mesetarias y que llegaba los lunes o los martes y regresaba los jueves a Barcelona. Era, sobre todo, un dirigente que se enfrentaba a algunos usos y costumbres de las élites del poder madrileño no tanto por diferencias conceptuales como de forma. O quizá porque prefiere su retiro de Llavaneras en el que trabajar los sábados.

No debe extrañar por tanto que desde diferentes foros, fueran el Círculo de Empresarios o el Consejo para la Competitividad, tuvieran interés en minimizarle y desacreditar su gestión al frente de la CEOE. Rosell, además, cometió el error de presentarse en el sacrosanto programa de Jordi Évole para hacerse una marca y acabó liado con un tema fiscal que nadie en España es capaz de sustentar hoy en día.

 
La principal contribución de Rosell en la CEOE es el cambio que ha emprendido la patronal

Sin embargo, el empresario catalán tiene algunas virtudes intrínsecas. Por ejemplo, su capacidad para flotar en aguas tormentosas. Cualquier otro líder hubiera sucumbido con rapidez a las primeras de cambio, una vez que los grandes dirigentes del ámbito patronal español vieron en su figura a un peligroso renovador dispuesto a cercenar algunos privilegios en el uso de fondos públicos, en la trilera formulación de la proximidad al poder. Miró a otro lado y el viento le sopló a favor.

Ni Rosell es un santo ni, mucho menos, quienes le recibieron en 2010 en la CEOE y en el resto de organizaciones asociadas son unos ángeles descendidos del cielo. Al contrario. Hoy al final de la asamblea general de la patronal, el presidente de los empresarios ha anunciado cambios que introducen modernidad en la organización, unas innovaciones que la sitúan en mejor posición en el marco europeo y en los tiempos que corren. Es su contribución al cambio. Y son modificaciones que han reducido el número de vicepresidentes que hacían gala de tal cargo en su tarjeta de visita, que obligan a mejorar la transparencia en los números y que ha tardado casi cuatro años en aplicar, los mismos que ha necesitado para vencer las resistencias de su propio aparato.

El presidente de la CEOE no ha anunciado si revalidará en las elecciones de finales de año. Sin embargo, su ausencia del proceso electoral resultaría extraña. Hay pocos dirigentes patronales que se hayan trabajado el meritaje como él y ese es un activo que atesoran pocos contrincantes. Si se quitara de en medio a Arturo Fernández, una rémora más del pasado patronal español, lograría mayor legitimidad moral. Otra cosa es que le resulte imposible y el dirigente madrileño siga contando, sin querer renunciar, con las prerrogativas que le otorga su cargo en CEOE.

Si Rosell es el cambio, Fernández es la servidumbre del primero para lograrlo, aunque sea de forma lenta. Si el primero es el candidato menos contaminado, el segundo es un ejemplo de lo que no debe simbolizar una patronal del siglo XXI. Es una lástima esa alianza.

Después de escuchar cómo Rosell se mantenía cauto con la situación económica, su discurso crítico con un sistema tecnocrático imposible de derrocar y agazapado en su posibilismo sobreviviente, sería una lástima que Rosell no siguiera, aunque sus más próximos insisten en que no cabe duda de que lo intentará cuatro años más. Por muchas razones que le asisten, pero la falta de recambio no es menor.