No es fácil ser rey. Y menos ser reina
No es fácil ser rey. O reina. Pero debe tener su je ne sais quoi la monarquía para haber sobrevivido durante tantos siglos, con variantes diversas, como forma predominante de gobierno. Y ello a pesar del peligro de traición, revolución o decapitación que acompaña históricamente al oficio de monarca.
Felizmente superado el riesgo de óbito violento, reinar sigue siendo complicado. Los reyes ya no responden ante Dios y la Historia –así, con mayúsculas— sino ante la constitución y las leyes de su país. Y, sobre todo, requieren la aquiescencia de su población. Es lo que tiene la reconversión de súbditos en ciudadanos.
Hoy, la pervivencia de la monarquía en una sociedad avanzada y democrática depende, además de la tradición, de su utilidad, de su coste y, sobre todo, de que no moleste.
La familia real británica, por ejemplo, irrita regularmente a su parroquia. Pero el cabreo queda compensado por una sabiamente explotada tradición y por su contribución a la economía, cifrada por Brand Finance en 1.155 millones de libras (1.500 millones de euros) en 2015. Y eso sin contar los turistas agolpados frente a Buckingham Palace.
La utilidad institucional de las monarquías nórdicas es escasa pero, salvo incidentes aislados, son discretas y notoriamente austeras. La holandesa se permite algún affaire ocasional, pero disfruta de una elevada popularidad (85%) gracias en buena medida a una reina argentina, hija de un ministro de la junta militar de los ochenta, que contra todo pronóstico ha sabido ganarse a neerlandeses.
En España, la vigencia de la monarquía se ha fundamentado en su utilidad. En la real: particularmente las decisiones del rey Juan Carlos de los primeros años para facilitar el tránsito hacia un sistema constitucional; y en la percibida: el papel simbólico de la Corona como nexo entre tensiones contrapuestas: la territorial, la política y la social.
La monarquía debería ser, como cualquier otro aspecto de la organización del estado, susceptible de deliberación política. El problema es que durante décadas, en virtud de tácito pacto de silencio, se evitó cualquier debate en torno al rey o la institución que representa.
Esos años de omertá condujeron que, cuando se rompió en muro de contención, el torrente de noticias, sospechas, rumores y, sobre todo, de muestras de torpeza y debilidad humana de nuestros ‘royals’ ha causado una erosión devastadora en la opinión pública.
Los hoy reyes eméritos son un matrimonio sólo en apariencia; las infantas casaron con sendos prendas, uno por frívolo, otro –aún presunto—por sinvergüenza; abundan las sospechas de nepotismo, negocios, influencias… Y luego está la foto del elefante.
No es fácil ser rey, debió pensar Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia cuando, el 19 de junio de 2014, se convirtió en Felipe VI de España y asumió la corona con el mandato implícito de salvarla de sí misma.
¿Tradición? Poca. La turbulenta historia española de los siglos XIX y XX, con su secuencia de asonadas, repúblicas y dictaduras truncaban cualquier conexión relevante con el pasado dinástico. ¿Utilidad? En enero de 2014, la monarquía había llegado a su tipping point, con un apoyo inferior (49,9%) a la mitad de la población.
El reinado arrancaba en un momento de máximo desafecto. No bastaba no molestar. El nuevo rey debía convencer –rápidamente— que la Corona sigue siendo necesaria para el país. Y eso es lo que Felipe VI ha sabido hacer durante los últimos 21 meses, evitando errores y mostrándose útil.
Todo iba bien hasta que el intercambio de whatsapps con el empresario, jet-setter y presunto implicado Javier López Madrid ha vuelto a poner a la reina, cuyos críticos son legión y muy vociferantes; al rey, cuyos enemigos son más insidiosos, y a la institución en el disparadero.
Será la genética o simplemente que era el niño de la casa, pero Felipe VI –dicen quienes le conocen— ha salido a su madre. El ramalazo Schleswig-Holstein-Glücksburg le hace cartesiano, serio y cumplidor, en detrimento de la célebre bonhomía borbónica de sus hermanas, morigerada, eso sí, por sus vicisitudes matrimoniales.
Su mayor rebeldía siempre fueron las mujeres; no tanto por promiscuo como por reacio a un matrimonio principesco. Su boda con Letizia Ortiz en 2004 dividió al país en partidarios y detractores. Y, aparte de cuestiones aún no resueltas como el artículo 57.1 de la Constitución sobre la prelación del varón en la línea de sucesión, ha elevado la industria del cotilleo a nuevas cotas que van desde el rosa pálido hasta el rojo sangre.
En España hay republicanos confesos en todo el espectro político. La mayoría son de izquierdas pero más de uno –Cristina Cifuentes, por ejemplo— lo es sin dramas desde la derecha. El republicanismo, y los argumentos que sustentan un debate a favor de abolir la monarquía, no es el problema de la corona.
El peligro para la institución –y en consecuencia, para la estabilidad del estado— es la guerra sucia en su contra la por motivos que poco tienen que ver con la arquitectura constitucional y mucho con la coyuntura política del momento. Y los atajos para lograr o conservar el poder.
¿Qui prodest? ¿A quién beneficia desacreditar al rey justamente cuando, por primera vez en el nuevo reinado, el monarca ha debido ejercer –sorteando campo de minas legal y político— la decisión de encomendar la formación de gobierno? Una función que tendrá, previsiblemente, que ejercer de nuevo en circunstancias igualmente confusas.
Es en este contexto donde Letizia Ortiz debe asumir de una vez por todas que su decisión de matrimoniar con Felipe de Borbón no fue solo un compromiso privado sino un contrato indefinido de servicios al estado. Un pacto que le obliga a una impecable discreción, una intachable conducta y –aunque no lo comparta—un respeto escrupuloso a la libertad de información… absteniéndose de comentarios escatológicos.
Dicen que una reina debe ser virtuosa y («o», añadiría yo) parecerlo. Lo ideal sería que la reina encarnara sinceramente las cualidades de moderación, empatía y –en resumen— normalidad que tanto pueden ayudar a conectar el Palacio de la Zarzuela con la realidad del país. En contra de lo que afirma su némesis, el rancio Jaime Peñafiel, el origen ‘plebeyo’ y la biografía de Letizia Ortiz Rocasolano es –o debería ser— su gran atributo.
El intercambio de la reina con López Madrid –y aunque más prudente, el del rey—, tanto por su contenido como por su léxico (¿»compi yogui»?, ¡por favor!), dejan entrever lo contrario: una inquietante cercanía con el tipo de personaje que la ciudadanía considera, no sin razón, perpetradores del ‘todo vale’.
Esas afinidades –y, peor todavía, la imprudencia de dejar huella electrónica— han propiciado el más dañino ataque efectuado hasta la fecha contra su marido. «Todos son iguales»; «es como su padre», decían las redes, ese instrumento anónimo, subjetivo, manipulable e inmisericorde que hoy en día es más peligroso que una columna acorazada a las puertas de palacio.
Si tenemos que debatir, y en su día decidir, sobre la monarquía, que sea sobre su utilidad –que Felipe VI ha conseguido mantener hasta ahora— y no sobre la torpeza y el pobre criterio de una reina que no termina de asumir su job description.