Ningún candidato ha visto el debate entre J.F. Kennedy y Richard Nixon
Cuando terminó el debate organizado por El País tuve la oportunidad de ver una espléndida película china. Camino a casa es una sencilla historia de amor del director Zhamg Yimou. Una reflexión sobre el respeto, en su acepción de reposar antes de emitir un juicio pausado. Disfruté por contraste. La autenticidad que rezuma el film, la precisión del actual cine oriental sobre las cosas sencillas, sin necesidad de grandes acontecimientos me emocionó.
Es una película sin estrés que reclama la atención sosegada desde el primer minuto. Es un contrapunto al vértigo de nuestro tiempo que nos dificulta enormemente la capacidad de reflexión.
El debate me resultó sobre todo artificial. Las luces metálicas sobre el fondo azul impedían cualquier atisbo de intimidad. Los candidatos estuvieron como niños grandes con la lección aprendida. La recitaron con la pulcritud con la que el primero de la clase enumeraba la lista de los reyes godos. Yo nunca pude con ella.
Mal está España si este es el menú de recambio. Tal vez me estoy volviendo demasiado exigente, pero no consigo que nadie me sorprenda. Sorprender para motivar la reflexión es tarea imposible.
En cada respuesta se nota un cuidado trabajo de laboratorio para que no moleste a nadie. A nadie del que se pueda conseguir el voto. Tienen sin duda capacidad de memorizar, incluso en algunos pasajes consiguieron que parecieran palabras espontáneas; fue solo un espejismo.
Desde luego son otros tiempos. Aunque El País pretenda que ha inventado la pólvora. El formato era muy norteamericano, casi no ha variado allí desde el primer debate de J. F. Kennedy con Richard Nixon. Fue el 26 de septiembre de 1960. Aquel día cambió la televisión con el primer debate político moderno. Luego no se ha inventado nada sustancialmente distinto.
Creo que ninguno de los candidatos españoles habían visto detenidamente el viejo debate. La clave fue la cercanía. J.F. Kennedy ganó porque los espectadores creyeron que les estaba hablando individualmente a ellos. A sus sueños. A sus aspiraciones. A sus temores. Nixon quiso demostrar que sabía más, sólo eso.
Ninguno de los aspirantes del debate de El País consiguió que yo pensara que me estaban hablando a mí. Lo que hace único a un actor es la sensación de que se cree lo que está diciendo como si lo dijera él. Y eso no ocurre en España.
Albert Rivera me resulta insoportablemente impecable. Quizá es el que consigue más sensación de autenticidad. Aguanta bien el agotamiento de múltiples apariciones; su novedad todavía no es totalmente impostada. Tiene futuro, porque es el que más humano parece. Pero de tanto repetir lo mismo, en letanías asonantes, sin variaciones en la cadencia o la entonación, me parece un poco lorito. A mí ya me aburre porque no espero nada que no conozca.
Pedro Sánchez, con su sempiterna americana dos tallas más corta, me parece un meritorio. Implora ayuda sólo para que no le lapiden en su propio partido. Invoca la marca PSOE como garantía, pero el partido no se ha recuperado de su declive. Sabe que es su última oportunidad y eso le genera ansiedad.
Pablo Iglesias es descarado, lo digo con un poco de admiración. Tiene la ventaja de que no se ajusta a precisión alguna. Es un cínico en el sentido griego de la palabra. Puede defender una cosa y la contraria con enorme habilidad. Y si tiene que poner a Zapatero como ejemplo lo hace con naturalidad, pero sólo para darle una puñalada a Pedro Sánchez.
Suelta los dardos sin saber si son ciertos. Coloca a Trinidad Jiménez en Telefónica con el mismo desparpajo que Monedero, que insinúa que Rivera esnifa cocaína. Todo vale porque casi nadie comprueba que una cosa sea falsa. ¿Para qué someterse a la verdad si la mentira no pasa factura?
Recuerdo ahora la espontaneidad de la película Camino a Casa. Cada personaje se muestra como es. Hay un enorme respeto generacional y cada personaje escucha al otro, guarda silencio para analizar lo que le han dicho. Y la escena en la que un artesano reconstruye un cuenco de cerámica es la evocación del respeto que merece cada cosa si tiene quien la aprecie.
¿Alguien recuerda un debate en España en el que uno de los participantes deje la mínima posibilidad de que otro le convenza?
No tengo criterio científico para saber quién ganó el debate de El País. Tampoco para saber si cambió alguna decisión de voto. Sólo siento nostalgia de un país que admire a sus políticos. No por su habilidad sino por su inteligencia, su honestidad y su credibilidad.
Me parece que elegir el voto va a ser un detallado ejercicio de descarte entre todos los candidatos. Entusiasmo, poco; casi ninguno. Pero tenemos que jugar con las cartas de nuestra baraja.